Durante estos días de ‘escapadas’ pautadas y desahogos en el balcón, en casa no dejamos de pensar en lo mucho que nos gusta viajar. Añoramos esos lugares que un día significaron algo, que nos conmovieron, que nos abrumaron; pero sobre todo los que aguardamos y que, ahora, forzosamente postergamos convirtiéndose en espejismos de este desierto entre cuatro paredes. A menudo, repasamos fotos de nuestros viajes evocando anécdotas y momentos, como aquel cumpleaños en Roma o nuestro verano en el Bierzo. En el frigo cuelgan memorias de aquellos tiempos, como instantáneas o como aquellos imanes que meticulosamente elegimos en nuestros destinos para que formasen parte de nuestros recuerdos. Hemos viajado como aventureros, con amigos, con parejas y como solteros pero creo que ni ‘el hombre del renacimiento’ ni yo imaginamos jamás lo maravilloso que sería viajar con esta nueva acepción de ‘mochileros’.

Cuando te conviertes en padre te asaltan numerosas preocupaciones y miedos, también como ‘papis viajeros’ y afrontas el difícil conflicto entre la aventura y los posibles riesgos. En muchos casos optamos por atarnos a lo que conocemos, creyendo así asegurar su sereno crecimiento, sin valorar que lo privamos de una de las principales formas de enriquecimiento. Y es que desechamos la opción sin imaginar ni siquiera lo que el viajar puede aportar a nuestro pequeño.

Nosotros, como cualquier otra familia, también nos enfrentamos a ese momento y no sin pocas dudas y desasosiegos (más por mi parte), decidimos afrontar el reto: queríamos un niño viajero, y nos convertíamos así nosotros en un nuevo tipo de mochileros. Hasta ahora hemos tenido poco tiempo, pues el pequeño tiene seis meses y además llevamos dos de encierro. Sin embargo, ya ha colgado de nuestros cuerpos en algún que otro desplazamiento. Así, al beneficio de portear, en mochila o en pañuelo, se suma el de sus nuevos descubrimientos.

No cumplía el mes cuando elegimos un entorno rural (el parque de la Marquesa, en Archena) y una escapada en familia para comprobar si con nuestra decisión estábamos en lo cierto. Lo primero a lo que nos enfrentamos fue a una nueva y más complicada logística: ¿cómo encajar todo su equipaje en nuestro maletero? Si antes nos movíamos con apenas una maleta, la nueva realidad es que llevábamos enseres como para un regimiento: cuna plegable, bañera, hamaca o silla de paseo, pañales, maleta… por no hablar de los biberones, chupetes y útiles de aseo. Una realidad en la que no habíamos reparado pero a la que conseguimos ir adaptándonos con el tiempo. Cogimos destreza en el empaquetamiento y también comprendimos que se podía renunciar a acarrear muchos de estos elementos.

En Navidad, en plena ola de frío y con el ‘disgusto’ de las abuelas, marchamos a Toledo. Lo peor, evidentemente, fue la lluvia y el mal tiempo, pero eso no impidió que, enfundado en su ‘piel de oso’, nuestro pequeño participase de una ruta nocturna por el casco viejo y tomase pecho a unos cuantos grados bajo cero.

Lo mejor estaba por venir. Para estos meses teníamos algunos planes que se han ido al traste con el confinamiento. A finales de abril un viaje de estudios con unos sesenta alumnos de Jumilla nos llevaría desde las góndolas de los canales de Venecia a recorrer el jardín de los monstruos del Conde Orsini en Bomarzo, pasando por la ciudad eterna, Siena y Florencia.

En mayo volaríamos a París para encontrarnos con Rodin, Renoir, Monet o Pissarro. Suerte que tanto el renacimiento italiano como el impresionismo francés esperarán imperturbables nuestro futuro desembarco.

Nosotros, desde nuestro sofá, aguardamos repasando antiguas fotos y soñando esos viajes y esas fotos que aún hemos de hacer.