¿Cuántos amigos tienes? Amigos de verdad. De esos que se pueden contar con los dedos de una mano. Eres un afortunado si necesitas las dos. ¿Cuáles son las nueve personas que más quieres? ¿Las que te gustaría ver después de casi dos meses encerrado entre cuatro paredes? ¿Quién te gustaría que estuviera en tu funeral? Ya, ya sé que es una pregunta macabra, pero está justificada en que el Gobierno ha limitado a quince el número máximo de personas que pueden darte el último adiós en esta nueva vida que iniciamos con la Fase 1, que con el permiso del Gobierno para nuestra Región, comienza el lunes. También ha puesto un tope de diez personas para reuniones familiares o de amigos, ya sea en casa o en los bares, que ya pueden abrir y que confiemos en que sigan siendo esos lugares gratos para conversar, como cantaba Gabinete Caligari.

Ahora sí, por fin empieza la nueva vida, la coronavida, repleta de limitaciones, de normas, de condiciones, de restricciones y de prohibiciones, pero por fin podemos salir del encierro para algo más que para correr, corretear y hacer como que corres, para algo más que tomar aire y broncearse al sol. Podemos empezar a elegir de nuevo, a ser un poco más libres, aunque la libertad no sea completa. Debemos hilar fino, porque como al bicho le dé por reactivarse y vuelvan a dispararse los contagios, nos meten de nuevo entre cuatro paredes.

Quizá la pregunta adecuada en este momento sería con quién quedarías si supieras que no vas a poder verlo de nuevo en mucho tiempo. La inmensa mayoría de nosotros tenemos claro que la respuesta es a nuestros padres, pero con 'taitantos' años que tenemos ya, muchos no podremos visitarlos, porque ellos son personas de riesgo y siguen con el castigo que nos ha impuesto este maldito virus de mantenerse alejados de sus hijos y de sus nietos. ¡Anda que no nos vamos a desquitar llenándolos de besos y abrazos cuando eliminemos todas las barreras que nos separan! Hemos comprobado y vivido que hay muros que no se ven, pero que son tan infranqueables como el que mantuvo durante buena parte del siglo XX separadas a miles de familias berlinesas, cuando el mundo aún se dividía en dos bloques.

Nosotros apenas llevamos dos meses sin vernos y ya nos parece un mundo. Los jóvenes y los menos mayores ya podemos vernos, sin tocarnos, claro, pero debemos seguir guardando las distancias con nuestros padres y abuelos. Esa es la mejor forma de quererles ahora mismo, si queremos que conserven su salud. O eso nos dicen. A ver quién es el guapo que cuando avanzamos, ahora más lentamente, hacia los 30.000 fallecidos por la Covid-19, se acerca a darle un beso a quienes les dieron la vida. Toca esperar. La pregunta es hasta cuándo.

En realidad, esa incertidumbre de millones de abuelos en todo el mundo, ansiosos por ver a sus nietos, se puede trasladar a todos los ámbitos de la vida. Nadie sabe qué pasará, ni siquiera los expertos más distinguidos en epidemiología son rotundos y, si bien se basan en sus conocimientos y experiencia, apenas se atreven a concretar cuándo nos libraremos definitivamente de este virus mortal. Y, sobre todo, cómo nos afectará cuando se haya ido.

Unos podremos salir y otros no. Si todo va bien, avanzaremos a la Fase 2, que nos dará mayores libertades, pero como se tuerza, volvemos atrás y otra vez recluídos. Nos dicen que la situación en general es mejor, pero la cantidad de muertos diarios continúa siendo escandalosa, al menos para mí. Y nos alertan de que el virus no se ha ido y de que es más que probable que haya rebrotes. O tal vez no. Ojalá que no.

Pero no lo sabemos. Como no sabemos si la vacuna que nos proteja del todo y nos permita volver a la normalidad sin calificativos, la normalidad de antes, la de siempre, la normalidad normal estará lista dentro de unos meses, de un año o cuando Dios quiera. Que va a ser esto último y, mientras tanto, a incluir la incertidumbre en nuestras rutinas diarias. El miedo también, pero controlado, porque el bicho es bastante temible y conviene ser precavido y tenerle el respeto suficiente para usar mascarillas, lavarse las manos hasta el infinito y más allá y desinfectar hasta el último rincón de la última caja, bolsa o prenda con la que entremos en casa. Al final, es un cambio de hábitos, muchos más incómodos y esperamos que temporal, pero conveniente.

La nueva vida en esta nueva normalidad que todos deseamos que caduque cuanto antes es una lucha diaria, un desafío constante, una adaptación continua, un estar preparados para resistir los golpes, un vaivén de situaciones, una montaña rusa de emociones, un sinfín de decisiones acertadas o completamente desatinadas. La coronavida transcurre con un pasado del que recordar los buenos momentos y enterrar los malos en el perdono, pero no olvido.

Con un presente difícil, lleno de obstáculos y cuestas arriba, combinadas con ratos amables, distendidos y de satisfacción, de alegrías y disgustos, de noticias buenas, otras que no lo son tanto y otras rematadamente malas, de generosidad y egoísmos, de sonrisas y lágrimas, de blancos y negros, también de grises, de azúcar y sal, de momentos agridulces, de ratos duros y otros tiernos. Y de un futuro, que por mucho que planifiquemos, que escribamos en nuestra agenda, que nos imaginemos o calculemos, siempre será total, completa y absolutamente incierto. Nunca sabemos lo que nos espera, lo que nos depara la vida ni con quién. Al final, esta coronavida, estos días no son tan distintos como los días de antes, como cuando el mundo era normal. Hoy, más que nunca, pesan sentencias como la que advierte de que no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. Vamos a estar preparados, al menos en lo que podamos estarlo.

Y me permito un consejo. Quizá te has planteado que es pronto para salir, para relacionarte, para tomarte una cerveza con tus seres queridos, tus amigos, los que cuentas con los dedos de una mano o de las dos, los que echarías de menos, si pudieras, en tu funeral. Toma todas las precauciones habidas y por haber, pero no desaproveches las oportunidades que se te presentan y disfruta el momento, como el profesor Keating y su club de los poetas muertos. ¡Oh capitán, mi capitán! Porque como dice la canción de Jaime Urrutia y los suyos: «No hay como el sabor del amor en un bar». Porque a lo largo de la historia, nuestra historia, el amor siempre ha vencido a la muerte. No dejes que eso cambie. Vuelve a brindar por la vida. Brinda con los que más quieres. Ellos te lo agradecerán. Los bares, ¡qué lugares! también. Va por ustedes.