Las referencias a España en la obra de Thomas Mann no son frecuentes, pero quizá merezca la pena detenerse en ellas, ya que de alguna manera se relacionan con la amenaza totalitaria que se cernía sobre la humanidad golpeada por el advenimiento del fascismo y la Segunda Guerra Mundial.

Thomas Mann conocía el mundo a través de ese gran monumento que era la literatura alemana, España no debía ser una excepción y probablemente las primeras nociones de nuestro país las adquirió leyendo a Schiller, autor por quien sentía una extraordinaria devoción y cariño. Puede que las primeras impresiones de la influencia española en la historia de Europa le llegaran a través de Don Carlos o de La Historia de la Guerra de los Treinta Años. Sin duda sería una visión heredada del gran escritor e historiador romántico; por tanto una imagen sobrecogedora del poder detentado por monarcas católicos y sus ejércitos. Probablemente adquirió una imagen de España aún más tenebrosa leyendo al que fue siempre su modelo indiscutible, Goethe. Este había escrito su drama Egmont narrando la muerte del célebre conde en lucha por la independencia y libertad de su país frente a las tropas del Duque de Alba. Conocía la obra sin duda, pues incluso Beethoven se había interesado por este texto nacido, obviamente, para ser inmortal.

En La Montaña Mágica Thomas Mann hizo su primera mención a España, era 1924. Su protagonista femenina, la bella paciente rusa Madame Chauchat, regresaba, después de unas breves vacaciones por el país de la piel de toro, al Berghof para continuar inspirando un delirio de amor al joven Castorp. Como recuerdo de su estancia había venido portando una boina española sobre su radiante cabeza de diosa. Habida cuenta que esta mujer euroasiática encarnaba en aquella montaña encantada las fuerzas seductoras de la naturaleza, el autor se recrea fugazmente en la imagen, como queriendo invitarnos a fantasear con qué sucedería si en una misma persona habitaran dos almas, una ibérica y otra eslava.

Tuvieron que pasar años hasta que Mann reflexionara de nuevo sobre España. Lo hizo durante el año 1934 en mitad del Océano, a bordo del barco que lo llevó a Estados Unidos por primera vez, cuando comenzaba un vida fuera de su patria, de embajador de la cultura de una Alemania libre, europea y contraria al pavoroso experimento social del nazismo. En la travesía durante la cual cruzó el Atlántico leía constantemente Don Quijote, y Cervantes se convirtió en un compañero más del viaje. Esta vez no aparecieron ante sus ojos ni el país del oscurantismo de tiempos de Felipe II ni el reino opresor de los Países Bajos. Muy al contrario Mann tenía ante sí la obra de un autor que con justicia puede ser considerado un alto representante de la civilización y un amante incondicional de la libertad. No fue casual que el autor alemán obligado a abandonar su patria paseara los ojos con detenimiento en la historia del moro Ricote que, expulsado de su país con el resto de moriscos, añoraba España y pronunciaba su sagrado nombre entre lágrimas y suspiros como los judíos en Babilonia; entonces, el desterrado, en el momento de su encuentro con don Quijote, confiesa que ha vuelto en secreto mezclado con otros viajeros. En aquel barco, camino de América, Thomas Mann debía de sentir una extraña afinidad moral con el morisco expatriado. La visión de Nueva York ante los ojos del escritor evocó la figura de gigantescos molinos de viento en el horizonte.

Solo tres años después Thomas Mann volvió a pensar en el país de don Quijote, que ahora era el país de Franco, un militar golpista apoyado por las potencias fascistas de Alemania e Italia. En un breve ensayo titulado España 1937, escrito a propósito de las noticias y publicaciones gráficas que sobre la cruel guerra civil inundaban el mundo, Thomas Mann reflexionaba sobre el destino de nuestro país y sobre el sarcasmo y evidente cinismo del general Franco que afirmaba defender la libertad de España lanzándose a conquistarla contra la voluntad de la mayor parte de su población y con la asistencia de no pocas tropas coloniales. El fascismo ya mostraba entonces su rostro cruel. Los años pasaron llenos de miedo y sangre.

No será hasta 1954 cuando Thomas Mann vuelva a escribir el nombre de España y lo hizo para hablar de alguien que también era, como él, un exiliado voluntario, el músico catalán Pablo Casals que se había recluido y confinado en la pequeña ciudad de Prades. Con devoción Thomas Mann, que ya había decidido no volver a Alemania, le llama eremita de la montaña. Le considera el defensor de la moralidad intrínseca a la vida del artista y exalta el compromiso con que defiende la libertad.

Evocando quizá la música de Bach entre aquellas cumbres pirenaicas adonde había ido a refugiarse Casals, puede que también Thomas Mann, al final de su vida, se reencontrara en la memoria con las ya lejanas jornadas musicales celebradas en el Berghof de su Montaña Mágica y se reconfortara con la visión de un mundo, aunque pasado, bello en el recuerdo, y que aún había sabido concebir la vida con esperanza.