La Ciudad, como todo el país y una gran parte de mundo, se encontraba azotada por una epidemia producida por el llamado coronavirus. Las autoridades habían ordenado el confinamiento en sus casas de todos los ciudadanos y sólo se podía salir a la calle para acudir al médico o a los hospitales, desplazarse al trabajo o comprar alimentos y medicinas. Las Fuerzas de Seguridad controlaban la situación.

Diego, un niño de 3 años, llevaba sin pisar la calle ya seis semanas. Un día, su padre había ido a trabajar y su madre, embarazada, tuvo que salir a la compra, llevándoselo al supermercado. El niño observó las calles desiertas y la ausencia total de tráfico, asustándose del panorama, lo que le llevó a preguntar si ya nunca volvería a ver a sus compañeros del colegio.

Fue tranquilizado por la madre, quien le aclaró que sólo unos días duraría esa situación y que desde casa podía comunicarse con ellos, además de entretenerse jugando, viendo la televisión y hablando con sus padres. La siguiente pregunta fue si al nacer su hermanito tendría que vivir en un ambiente tan triste y le espetó a su madre: si ha de nacer en esta situación, que se espere, que no tenga prisa, pues no quiero que lo pase mal, que no pueda acudir a los parques, visitar a los animales y escuchar el canto de los pájaros. Elena volvió a tranquilizarlo y le aseguró que para noviembre todo eso sería ya posible, que no se preocupase por su hermo.

Cuando volvían del súper se les acercó uno de los pocos viandantes por la Gran Vía, un señor alto, enjuto y enlutado, que recordaba a los antiguos inspectores del timbre, pero con mascarilla. Muy simpático, le preguntó a Diego si era el nieto de su amigo Andrés, quien le había hablado mucho de él. Se le iluminó la cara y al responderle que sí, el señor le dijo que era un fabricante de productos alimentarios y que sabía que a él le gustaba mucho la sopa. Y le prometió regalarle una caja llena de sobres de todas las clases de sopa.

Cuando a la semana siguiente, también con la mascarilla puesta, acudió a su casa, le llevó lo prometido, pero ninguna ilusión le hizo al pequeño, pues, según le contó a su amigo, una niña de su colegio había sido ingresada en un hospital porque le había atacado ese bicho muy malo, que incluso podía acabar con ella. El tío de la sopa lo miró con ternura y le dijo: «Tú vas a salvar la vida de tu amiguita y la de todos los niños que se contagien con el coronavirus, porque cada uno de los paquetes que hay en esta caja llevan una vacuna contra la infección. He estado en China recientemente y allí me han regalado ese remedio para el virus y para la pandemia que ha ocasionado».

Esa misma tarde Elena se dirigió con su hijo al centro hospitalario y el niño le dijo a una enfermera que cuando le diesen de comer a su amiga le introdujesen en el menú un poquito de lo que contenía el sobre que le entregaba. Al cenar, Lucía tomó una tacita de la sopa que amablemente le sirvió su enfermera y a la mañana siguiente ya no tenía fiebre ni síntoma alguno de la enfermedad. Fue dada de alta aquella misma mañana. Los médicos alucinaban, pero era cierto, nada justificaba ya la presencia de la niña en esa habitación del hospital, de modo que, a su casa.

La noticia corrió como la pólvora. Unos pensaron que era un milagro; otros, cosa de la naturaleza, y algunos imaginaron que un fármaco desconocido había provocado ese feliz resultado. Solo la valiente enfermera conocía la razón de aquello, el éxito de la sopa. Por supuesto, Julia dio sopa a todos los niños y todos se curaron rápidamente. Aquello trascendió a otras ciudades y de todas partes pedían información a este hospital. Finalmente la enfermera comunicó que contaba con una vacuna.

Diego estaba muy contento y le dio varios sobres de esa sopa a su tía Pilar, que era farmacéutica de aquel hospital, y a su tío Jomi, que era microbiólogo en otro de la misma ciudad. Analizado el producto, efectivamente contenía un antídoto contra ese virus y, además, actuaba incluso ya declarada la enfermedad. Era algo asombroso, pero verdadero. La pandemia tocó a su fin, pues todos los hospitales del país y de fuera recibieron grandes dosis de lo que fabricaba el tío de la sopa.

Es caprichoso el azar, pues el encuentro entre el niño y el amigo de su abuelo salvó a la Humanidad de la mayor pandemia de los tiempos modernos. Una dosis minúscula de la vacuna sanaba a cualquier enfermo y todos, los afectados, sus familiares y el resto de la población nunca olvidarán que se curaron porque Diego quiso ayudar a su amiguita y el tío de la sopa le facilitó el medio para conseguirlo.

Ambos compañeros del colegio fueron felices y comieron muchas perdices y a veces, por si acaso, un buen plato de sopa.