Un fantasma recorre el mundo: el miedo desatado por una pandemia con resonancias ancestrales en el inconsciente colectivo que tiene ahora mismo confinada a la tercera parte de la Humanidad y que ha provocado ya la muerte en cuatro meses de casi 300.000 personas, más de 3,5 millones de contagiados, y amenaza con la mayor crisis económica y social contemporánea.

A diferencia de otras catástrofes anteriores, esta actúa como «un hecho social total» ( Ignacio Ramonet), una infección global que no conoce fronteras y ante la que nadie tiene inmunidad asegurada. Este hecho aporta una inédita conciencia planetaria de unidad de la especie humana. Sin embargo, de momento afecta más a países ricos, aunque la sufren mucho más los pobres dentro de cada país. Pero puede alcanzar masivamente al mundo empobrecido y con escasa capacidad para enfrentarla, lo que aumentaría los riesgos para millones de personas. Cada año, dice la Organización Mundial de la Salud, OMS, mueren más de seis millones de niños menores de 15 años por causas en su mayor parte prevenibles, pero no se estremece el mundo porque las víctimas no se cuentan entre los privilegiados de la Tierra.

Marcuse escribió en 1967 ( El final de la utopía) que ya existían entonces las fuerzas materiales e intelectuales para hacer realidad una sociedad libre en la que se atendieran las necesidades de todos los seres humanos, pero que la organización de las fuerzas productivas impedía su aplicación racional. Hoy, a pesar de haber doblado la población en sólo medio siglo, nuestra sociedad global tiene recursos suficientes para asegurar nuestra supervivencia organizando una forma de vida más modesta. Pero es el sistema que domina el mundo, el capitalismo en su fase neoliberal, con su lógica extractivista y de acumulación por desposesión, lo que lo impide.

¿Cómo será el mundo pos-coronavirus? No tenemos certezas sobre esto, aunque algunos elementos ya se vislumbran. El campo de lo posible se ha ampliado ( Javier Creus), se está demostrando que se puede vivir de otra manera, el orden mundial ha mostrado una plasticidad asombrosa ( Bruno Latour), pero ese ensanchamiento de lo posible admite muchas direcciones, no todas benéficas. ¿Podría ser el coronavirus el 'gran nivelador social', dar lugar a una fase más igualitaria del mundo?

Así han funcionado con frecuencia las grandes catástrofes históricas, nos recuerda el historiador Walter Scheidel, pero dependerá de su duración y alcance, de forma que una rápida vacuna permitiría, paradójicamente, el regreso al statu quo anterior: la restauración a corto plazo de la 'normalidad' alejaría las «nobles visiones de un sociedad más igualitaria». La última crisis, la financiera de 2008, produjo incluso el mayor aumento en la desigualdad de la riqueza en la historia de la posguerra, aunque también la mayor contestación en cuarenta años de desregulación neoliberal. Marina Garcés ha planteado la pregunta de «¿qué estaba pasando cuando se paró el mundo?», para contestar que el mundo estaba en llamas, con protestas sociales (coreografías feministas, manifestaciones de jóvenes por el clima, protestas contra el autoritarismo) que se sucedían por todas partes, pero también asistíamos a una recomposición de los poderes económicos y políticos en un escenario contrarrevolucionario.

Esta crisis ha puesto sobre la mesa la renta básica universal o la necesidad de invertir en ciencia, ha provocado una decidida intervención de los Estados en la economía y puede ayudar a una fiscalidad más progresiva. Pero frente a quienes depositan sus esperanzas en su potencial transformador y emancipador, Evgeny Morozov nos ha recordado que «se subestima la resiliencia del sistema actual, al tiempo que se sobreestima la capacidad de las ideas para cambiar el mundo sin infraestructuras sólidas y resistentes en el plano tecnológico y político que permitan su implementación».

Muchos están de acuerdo en que estamos viviendo es un proceso de aceleración de tendencias que ya existían antes del virus. Entre ellas es especialmente preocupante la rápida virtualización del mundo (la transición acelerada del capitalismo industrial al capitalismo digital) por el temor a que los Estados y las grandes empresas tecnológicas usen las posibilidades que multiplican exponencialmente las tecnologías para vigilar y controlar a la población a través de los datos (en lo que se ha llamado 'la doctrina del shock digital'), lo que reduciría drásticamente la esfera de las libertades, como ya ocurre en algunos países.

La otra gran cuestión que queda abierta es si va a contribuir significativamente al aumento de la conciencia de interdependencia de todos los humanos y de ecodependencia de la biosfera y de los equilibrios del planeta y producir un impulso decisivo en la gran crisis subyacente, la climática, de la que los mismos científicos que ahora son nuestra esperanza contra el virus llevan advirtiéndonos dramáticamente ya algunas décadas.

¿Se aprovechará la oportunidad que nos ofrece este shock para replantear nuestra relación con la naturaleza, de la que esta crisis es una especie de 'ultimátum' ( Nicolas Hulot) y evitar así la barbarie que puede venir, pues «estamos ante la amenaza de una extinción y la gente ni siquiera lo sabe» ( Jeremy Rifkin)? Pocos recuerdan que el 21 de enero el Parlamento declaró la Emergencia Climática en España: una encuesta reciente dice que el 40% de los españoles no cree que exista ese estado de emergencia. Quizás sean los mismos que no saben que el coronavirus está relacionado con el cambio climático, con los procesos de extralimitación respecto de los límites del planeta, que es la causa última de las zoonosis pandémicas que ahora nos atacan. Si podemos hablar de la pandemia como una violencia rápida que altera nuestras vidas, corremos el riesgo de despreocuparnos por lo que se ha llamado 'violencia lenta' ( Rob Nixon), el cambio climático, que es mucho más amenazadora.

No queda mucho tiempo para tomar las decisiones estratégicas para una verdadera transición ecosocial que nos haga corregir drásticamente la trayectoria de colapso en la que estamos y que no hemos sabido adoptar en condiciones de 'normalidad'. La crisis del coronavirus quizás haya creado las condiciones para hacerlo. O tal vez no y entonces sólo sirva para confirmar lo que dijera hace años el filósofo Günther Anders, que «la ausencia de futuro ya empezó».