En mi época de crío, la normalidad era que la gente muriese a chorrete por la causa que fuere. Todo el mundo aceptaba el riesgo y la fragilidad de la existencia como algo perfectamente natural y, por lo tanto, normal. Los viejos, porque para eso eran viejos, y estaban en disponibilidad de ser llamados a filas, celestiales o infernales, pero eso era otra cantata eclesial. Mas allí estaban, esperando el toque de corneta.

Y los niños, pues porque eran pequeños, proyectos de adultos, personas en proceso de hacerse, y claro, cualquier cosa podía tumbarlos. Además, se sumaba a eso la situación de posguerra aquella, para mayor problema de salud. A una viruela, un sarampión, un tifus, una gripe mal venida, se le añadía el hambre (otros prefieren decir necesidad) y el resultado era una cuasi epidemia permanente.

El verano por las cagaleras y el invierno por los fríos (porque aquellos inviernos eran fríos de helar) componían una situación de normal normalidad para todo el mundo. Era una forma de sobrevivir viviendo, pues se habían pasado épocas peores. Una manera de verlas venir, o sea, «a ver si el que viene la diña menos gente, tío Vicente, que vaya un añico que llevamos».

Hoy diríamos que eso no es normal. Y pensamos así porque hemos perdido la costumbre de morirnos por causas que antes llamábamos naturales, y hoy las creemos innaturales. Cuidado, no estoy poniendo en tela de juicio si lo de entonces era mejor o ahora es peor, que, lógicamente, en materia de adelantos médicos y sanitarios no hay discusión alguna. No. Solo pongo el acento en el concepto de ‘normalidad’, que no es el mismo, ni mucho menos. Lo normal hoy, precisamente, es combatir, enfrentarse y no aceptar la normalidad de ayer. Oponernos a ella como si nos fuere la vida en ello, o a lo peor por eso mismo, porque nos va la vida en ello.

Así que, mientras ayer seguíamos nuestra elemental norma (que de ahí viene normalidad) de vivir la vida de cada día en su normal transcurrir, hoy nos encerramos en casa, nos aislamos de una existencia contaminante y de unos prójimos infectantes. Igual que antes como básica prevención, pero que hoy ya no lo vemos como aquella normalidad. Entonces lo normal era arriesgarse, ahora es reservarse. De hecho, lo cierto, la verdad, es que cuanto más avanza la ciencia médica, más miedo tenemos, más cobardes somos, más nos guardamos, menos nos exponemos. Es otra clase de normalidad diferente. Muy distinta a la que conocimos.

Pero es que últimamente se nos anuncia, se repite machaconamente, y se nos habla de una ‘nueva normalidad’, como un concepto nuevo de normalidad.

Estamos volviendo, se nos dice, a ‘una nueva normalidad’. Vale. Lo primero que habría de preguntar, visto lo visto, es ¿qué significa normalidad? porque cada época, cada sociedad, y hasta puede que cada individuo, difiera y matice su propia idea de normalidad, incluso aplicado a lo que estamos viviendo. Y lo segundo, ¿qué encierra el adjetivo de ‘nueva’? Porque aquí, ni políticos, ni sociólogos, ni epidemiólogos, ni nadie es capaces de arriesgar una respuesta concreta. Ninguno sabe en qué, ni de qué, ni cuándo, ni cómo, va a consistir esa novedad. Lo único que te dicen es que las otras normalidades anteriores ya no valen. Que solo sirve una nueva que no saben de qué va. Muchos dicen «bien, es una realidad transitoria hasta que se encuentre la vacuna».

Pero no, ya no, porque luego, después, vendrá otro virus distinto, coronado o no, y entonces estaremos siempre igual, con la misma murga, una y otra vez, ahora toca, ahora no toca, hasta que nos demos cuenta de que esa normalidad no puede ser normal. O cambiamos la manera de vivir y entender la vida o habremos de educarnos para estar siempre confinados, siempre condicionados, siempre controlados. Y todo por no querer aceptar que hemos desnaturalizado una naturaleza donde ya nos es difícil encontrar y practicar una normalidad normal.

Por eso que yo le tengo aversión, y aprensión, a los augurios que nos hablan de una ‘nueva normalidad’ que parece más anormal que normal, y que tan insistentemente se nos anuncia. Miren ustedes, si se trata de algo transitorio hasta reconciliarse con todo lo humano, lo admitiré, claro, pero todo lo que es transitorio no es normal. Es puntual, mientras se vuelve a la normalidad. Lo excepcional no debe considerarse normal, ¿estamos de acuerdo en eso? Pero si la puñetera normalidad que nos quieren vender es convertirnos en una sociedad aséptica, distanciada en sí misma, alejada de toda proximidad humana (no hablo de hacinamientos absurdos), donde las relaciones entre personas van a estar medidas, protocolarizadas e impuestas, y donde va a desaparecer todo signo de calor, afectividad, cercanía, e incluso convivencia, como ha sido hasta hace poco, a mí, desde luego, no me vale.

Y no me sirve, porque no es una normalidad a la que me pueda acostumbrar. Lo rechazo. Conmigo que no cuenten, no quiero acostumbrarme a ella habiendo conocido otra clase de normalidad más humana que esa. Si me dejan elegir, prefiero la de chiquillo, y que la naturaleza, la suerte, Dios o la providencia obren según su efecto, o en su defecto. No me queda tanta vida como para desperdiciarla queriendo guardarla. Porque, miren, eso sí que no es normal.