Tiene 95 años, es su tía-bisabuela, su nombre es Luisa, pero el actor Miguel Ángel Muñoz, al que cuidó de niño y con el que pasa esta cuarentena interminable, la llama cariñosamente Tata. Todos los días a las seis en punto de la tarde, la amorosa pareja se conecta en directo desde su cuenta de Instagram con miles de seguidores para arrancarnos sonrisas con su Cuarentata, una serie de vídeos improvisados en los que cantan, cuentan chistes, catan cerveza y, si se animan, hasta bailan. Adoro sus vestidos de flores y lunares, los collares de perlas, el moño siempre impecable. Su humor contagioso y envidiable. Las carcajadas de ambos por cualquier tontería y que tanta falta nos hacen.

Ellos se lo gozan y, además, son ya muy mayorcitos para hacer lo que les venga en gana, pero tanta felicidad provoca recelo e inquina en este país de envidiosos y, claro, poco ha tardado en salir la periodista de turno para criticar que algunos famosos se sirvan de sus mayores para «acaparar un protagonismo que no obtienen muchas veces por méritos propios». Cuánta amargura, Dios mío; si mi abuela Floren viviera, a la que también llamábamos Tata, os aseguro que estaríamos juntas en este encierro y disfrazadas con las túnicas árabes que tanto nos gustaban. Y yo, compartiendo mis fotos con ella en las redes sociales y no para conseguir likes, que nunca me han interesado, sino para animarla y acompañarla porque tener más de ochenta en esta pandemia tiene que ser muy complicado.

Tecleo en Google 'policía de balcón' y encuentro estos titulares: «Increpan a los atletas mientras entrenaban», «Cuando el vecino se erige en autoridad», «Las viejas de visillo», «Insultan a discapacitados», «Muérete, insolidario.» A mí, como al escritor Juan José Millás, estos vecinos me parecen terroríficos y aunque se crean ciudadanos ejemplares no son más que unos chivatos. Hasta pánico me dan y no entiendo cómo en medio de esta catástrofe tienen ganas y tiempo para ocuparse del que pasa por abajo. Yo con lo mío, que no es poco, y supongo que a vosotros os pasa lo mismo, tengo bastante. Que cada palo aguante su vela y dejemos a la Policía de verdad, y no a esta Gestapo vecinal, que haga su trabajo.

Pura es boliviana, pedagoga y cosedora de mascarillas desde que comenzó la pandemia. Dice en una entrevista en La Vanguardia que ha aprendido a darse muy buenos abrazos a sí misma. Sí, lo de mimarse está muy bien, pero yo echo de menos achuchar a mi gente y lo que más me angustia es no saber cuándo volverán los besos y abrazos; si hasta algunas series andan adaptando sus guiones suprimiéndolos para evitar contagios de coronavirus en los rodajes. Qué disparate.

Nosotros echamos de menos a los nuestros y las anguilas verdes, a los humanos a los que no ven desde que en Tokio se cerró el acuario. Nos están empezando a olvidar tanto que ya se entierran en la arena para esconderse, incluso cuando los que las cuidan pasan por delante de sus tanques, y así no hay manera de saber si están sanas o necesitan algo. Por eso, cientos de voluntarios han respondido al llamamiento de socorro y las llaman por videollamadas para verlas cara a cara a través de unas tablets instaladas delante de las peceras y animarlas. Gente siempre habrá para todo, eso está bien.

Os quiero. Cuidaos.