Doña Rubicán Cervera no solo ha sido durante años la presidenta de mi comunidad de vecinos sino que, además, siempre ha ejercido el cargo de portera. Su cabellera pelirroja entreverada de vetas blancas y su mirada sosegada permiten suponerla sexagenaria. Pero podría ser mucho mayor, podría haber tenido ya el mismo aspecto el lejano día que pusieron los pilares de nuestros hogares, porque la verdad es que nadie sabe exactamente qué edad frisa doña Rubi.

En cambio ella sí conoce, y muy bien, nombre, edad y condición de todos nosotros. Como guardiana del orden y buena administración de nuestro pequeño mundo sigue con atención, aunque también con una frialdad cortante como una cuchilla de afeitar, la pequeña existencia de sus habitantes; nos mira a través de las gruesas lentas de sus gafas las cuales magnifican y agrandan sus ojos, ya de por sí enormes y de un color azul tan claro que a veces parecen blanquecinos. De esta forma nuestra administradora da la impresión de tener unas cuencas enormes y vacías, helando el alma de quien cruza su mirada con la suya.

El día que me mudé a vivir a este edificio ella misma me abrió la puerta y me entregó las llaves, sus dedos fríos se rozaron con los míos y sentí temor. Aunque parecía amable y abierta, en el momento en que me convertí en un nuevo habitante de aquella morada, su locuacidad se mudó en la gélida y distante cortesía que exhibe hoy. No me disgusta mi comunidad, pero hablo poco con los otros huéspedes, a quienes veo solo de lejos y como entre sombras, pues los pasillos carecen de buena iluminación, y apenas me encuentro con una o dos personas de espaldas o en el acto de entrar por la puerta de sus apartamentos.

Hay un pequeño jardín perteneciente a las zonas comunes, pero allí tampoco conversamos gran cosa; mantenemos un extraño distanciamiento casi geométrico, como una costumbre lejana y heredada de otra vida, que seguimos haciendo sin saber por qué. Aunque queramos cruzar y abandonar el umbral, nuestra guardiana nos cierra el paso con convincentes razones que simulamos creer, como que la puerta del garaje no funciona o que unas lluvias torrenciales impiden que salgamos; otras veces sencillamente no es posible porque una niebla espesa lo rodea todo. La guardiana nos manda de vuelta y resignados cumplimos la ley severa que nos ha sido impuesta.