«Miles de buitres callados van extendiendo sus alas en silenciosa danza». Algunos lo recordamos. ¿Es eso lo que está ocurriendo ya en la séptima o en la octava planta?

Para un observador inmerso en las claves globales que rigen el primer mundo, éste consiste en un paraíso etéreo compuesto por nueve cielos, pero la forma del gran teatro Empíreo, con sus vastos escenarios y la estrecha correspondencia entre las cualidades de la esfera y la caligrafía espiritual de los destinados a ella, es engañosa. Una simple variación de referencia y su simetría se invierte. Desde esa nueva perspectiva, el círculo lunar se transfigura en los prados asfódelos del limbo; el de las estrellas fijas, en los fosos del fraude, las Malebolge en las que cada identidad es una mentira y donde se vende adulación e hipocresía; y el inmóvil motor divino que contemplan con fervor las almas hechas de luz (sin duda) desde la Cándida Rosa, se torna espantosa bestia de tres rostros que reposa bajo hielo, en torno a la que extienden sus alas, en febril orgía, miles de almas tenebrosas, marcadas por los signos de la ambición o la codicia, prestas a medrar en la flaqueza.

Décadas de desarraigo sin fundamentos nítidos ni trincheras han desembocado en generaciones sonámbulas, siervas de un mercado tan irreverente, una criatura tan insensible al drama humano, que ni siquiera respeta el duelo de los hombres. Al pie de sus lechos, en los que aún palpitan cuerpos agonizantes, insinúa ya su obscena mueca.

Un muerto no es un dato a sumar a una estadística que semeja un poco los cadáveres apilados en fosas (la estadística no es más que eso, un alud de cuerpos, vivos o muertos, amontonados en un carro y dispuestos para ser incinerados como datos generales de una crisis imprevista). Tiene rostro y hogar, deja un rastro de orfandad irreparable. El horror o el sufrimiento humanos no son motivos abstractos. Se desgarran, sin énfasis, en sillas vacías, en llantos, en sábanas manchadas, periferias contra las que la economía, el mercado total, no debieran valer nada. Nada.

El liberalismo, esa criatura sucia alentada por la caricia invisible de Smith, es tan insidiosa, tan ensimismada en su poder matricial, despojada de esencia, libre de código moral que la haga vulnerable o dócil, que apenas se detiene ante la muerte, apenas hace justicia al dolor. ¿Qué coeficiente de inflación representa un hombre que no puede respirar, y se apaga entre espasmos, solo, sin una suave caricia última que refute la tiniebla? ¿Qué ventaja comparativa suponen las cenizas de un padre selladas en una urna? ¿Qué valor de uso o de cambio tiene un anciano tembloroso, qué falacia circular equivale a una madre oscurecida, casi sin rasgos de madre?

Esta crisis no serán los últimos párrafos del epílogo que escribimos con cifras constantes aplastando en la anonimia a la persona, pero quizá modifique severamente la faz del mundo, haciéndola más sombría y taciturna. Las alas del neoliberalismo pueden batir furiosas, emerger de la noche con un ímpetu feroz, devastando hogares, arrasando hombres, hombres de hiel y hueso, no números. Los sedimentos corrompidos de la mentira obstruirán la luz, mientras la doxá fluye libremente por las sendas democráticas que le procura una tecnología globalizada sin el control que debiera imponerle la propia conciencia forme de tantos ungidos.

¿Qué clase de danza se dirime en los reinos secretos que marcan la cadencia a nuestro tiempo? Es ingenuo pretender que en el silencio de las calles, en las horas mudas de confinamiento que nos acechan, pueda gestarse un hombre nuevo, menos resignado, de voluntad menos pálida y pasos más íntimos. La Peste Negra despejó el terreno al renacer, al humanismo, a una razón que fue superando su minoría de edad, pero al final del túnel puede que nos envuelva la misma penumbra que nos condujo a él, y en ella suspendidos los susurros de un sueño frustrado de humanidad, tan frágiles que un soplo de viento del oeste los deshace y su lugar en el aire lo usurpan las voces ocres de los mismos...

Oíd. Son ellos. Vendrán a reclamar una libra de carne más profunda aún de nuestros abatidos corazones. Su oscuro rumor es todavía tenue, sólo están armándose. Nuestras pérdidas son su alimento. Sufren la enfermedad, como nosotros, pero no en habitaciones compartidas en las que el dolor se desnuda sin pudor ante extraños. Sangran como nosotros, mas sin el riesgo de la falta de un respirador o de la espera tras teléfonos que comunican. Sus ojos son más aviesos, no son como los nuestros, rumian designios que nos aguardan. Sus inviernos no son tan rigurosos y su secreta villanía está velada por nuestra complacencia en el mundo que muelen sus manos, que no son como las nuestras (cuentan nuestras almas; rehacen, una y otra vez, la estadística que nos atrapa y nos cosifica), para retenernos en un orden en que la economía no será jamás esclava del hombre.

Que lo logren o no, depende de la mirada que tengamos al alba.