Siete semanas en estado de alarma. Comienza una nueva etapa en la que navegaremos a ciegas entre la niebla, persiguiendo cualquier rastro de olor a tierra firme. Ya paseamos untando las pupilas con el bálsamo de las formas conocidas; pronto escrutaremos el vuelo corto de las palomas para tratar de detectar la cercanía de la costa.

La ciudad empieza a desperezarse al sentir el cosquilleo de las personas caminando sobre su piel. Las calles tienen aún la mirada desorientada y extraña de quien acaba de despertar de una pesadilla donde la gente permanecía encerrada en sus casas. Los nuevos usuarios hacen deporte y se entrenan para la carrera de fondo de los próximos meses. La gente mayor camina con cautela, observando la ciudad con respeto, como si se encontraran de visita en una catedral. Mis padres me cuentan su primer paseo. Recorren las calles del pueblo enmascarados como Bonnie and Clyde. Novatos a su edad. Saliendo a la hora establecida, pendientes del reloj para evitar que la carroza vuelva a convertirse en calabaza.

En la comisaría, las urgencias de hoy conviven con la preparación de lo que vendrá mañana. Aprendemos a adaptarnos sobre la marcha, tratando de capear el temporal mientras barnizamos las tablas de la cubierta.

Después de explorar la cara oculta de la luna, hemos regresado con las mascarillas cubiertas de polvo que no era estelar. Vamos recuperando la labor ordinaria bajo la sordina de la profilaxis. Nuestro trabajo volverá a confinarse en el límite de la mínima injerencia en la vida de la gente. Un día cualquiera, los ciudadanos se darán cuenta de que hace mucho que la policía no les pregunta qué hacen en la calle.

Nuestros coches patrulla dejarán de moverse de esa manera lenta y fascinante. Dejarán de avanzar como si olfatearan el aire perdiendo el rastro a cada instante. Volverá a verse por las calles el relámpago de un pura sangre de chapa azul acudiendo donde se le necesita.

Los aplausos también irán desapareciendo de los balcones. Las macetas de flores se recuperarán del susto y nosotros empezaremos a olvidar lo que aprendimos durante todas esas tardes que pasamos asomados a la ventana para mirarnos por dentro.

Avanzaremos por fases. Con pasos cortos, sincopados. Reconociendo los contornos con la urgencia táctil de los ciegos, cautelosos como si descendiéramos por una escalera resbaladiza. Ya hace tiempo que comprendimos que no emergeríamos a la superficie con un grito de júbilo, sino con un suspiro de alivio.

El sábado salgo a correr a primera hora. Al cuerpo le cuesta reconocer las sensaciones. Las zancadas son trabajosas e irregulares. Tardo bastante en entrar en calor. Resulta agradable sentir el esfuerzo en las piernas, el ritmo creciente de la respiración, los engranajes del cuerpo adaptándose a la exigencia de la voluntad. Busco un sitio despejado, pero aún así me cruzo con bastantes personas. Compruebo que la inmensa mayoría sigue comportándose de manera ejemplar.

Poco a poco, las nuevas rutinas irán empapando los tejidos. Adquiriremos hábitos nuevos que se convertirán en viejas costumbres. Echaremos de menos muchas cosas y pensaremos que antes todo era mejor. Y no siempre será verdad. Pero lo pensaremos igualmente, porque ensalzar los recuerdos nos justifica y nos absuelve. Así es como somos. No nos dejaremos cambiar por la primera pandemia que se nos cruce en el camino.

Me pregunto cómo serán las cosas en el futuro; si cambiará la forma en la que miraremos a las trabajadoras de los supermercados, a los transportistas, al personal sanitario, a los empleados de limpieza, a toda esa gente a la que aplaudíamos emocionados cuando dependíamos de ellos.

Muchos se han quedado por el camino, atrapados para siempre en las cifras de hielo de la pandemia. Sospecho que aún nos despertaremos alguna mañana con la espalda inundada de escarcha. En los hospitales siguen ardiendo las hogueras. La primera línea acumula demasiadas muescas sobre una piel inexplicablemente desnuda.

El aire huele a electricidad. Los próximos meses serán complicados. Necesitaremos la fuerza de los primeros días, cuando aún no nos habíamos dejado jirones de piel en las zarzas. Cuando aprendimos cosas que han ido quedando olvidadas bajo los copos de plomo del calendario.

Y hasta aquí han llegado estas crónicas, que empezaron como excusa para explorar los rincones del tiempo extraño. Seguiremos avanzando. Es hora de escribir otras historias.