Murcia, 2 de mayo

8 am. Me hubiera gustado madrugar más, pero se me pegaron las sábanas. Abro la puerta del jardín que da a la calle. Al fondo a la derecha, las montañas. Comienzo a caminar. No hay una nube en el cielo y hace ya mucho calor a pesar de ser tan temprano. La buganvilla rosada de la vecina se escapa trepadora y juguetona por la tapia.

Tuerzo a la derecha en la primera calle. Me paro en seco, oler a pino después de casi dos meses encerrada es emocionante. Aspiro y expiro sin prisa, con pausa; los adultos tenemos permiso desde hoy para pasear y hacer deporte hasta las diez de la mañana, así que pienso tomarme este primera salida permitida con mucha calma. No caminaba desde el 14 de marzo.

Me cruzo con una pareja. «Buenos días», les digo con la mejor de mis sonrisas; me saludan cabizbajos. Pasa una chica a mi lado. «Hola», me contesta, pero con un gesto seco como queriéndome decir que para qué le hablo si no la conozco de nada. Supongo que piensa lo mismo el que va con el perro muy serio y la de la gorra blanca que a mi paso me ignora y levanta altiva la mirada. Pobre ilusa de mí, pensé que después de tantos días encerrados íbamos a salir más amables, más sociales, más empáticos. Más educados. Pero qué va, seguimos sin saludarnos, cada uno a la suyo y sin importarnos lo más mínimo lo que le pase al de al lado. Qué tristeza tan grande, tanto esfuerzo para no entender nada.

Salgo del camino y comienzo a trepar la montaña; quiero contemplar desde arriba la ciudad y no ver a nadie. Me quito las botas y los últimos pasos los camino descalza como hacía cuando vivía en Bogotá y subía a la quebrada. Las jaras están florecidas y hay margaritas amarillas por todos lados. Alcanzo un peñasco y al sentirme sola rompo en llanto. De emoción, por estar por fin fuera aunque sea por un rato, de rabia porque no me ha saludado nadie y eso para mí justo hoy es importante, a lo mejor mañana no me importa tanto. También por la tensión tantos días acumulada, porque pensamos que estamos bien, que somos fuertes y podemos con todo, pero en el fondo somos tan frágiles. Al volver a casa me cruzo con un par de ciclistas que eufóricos me dicen adiós con la mano. Gracias por ayudarme a reconciliarme, aunque sea un poco, con el género humano.

Miles de personas hemos salido hoy a pasear, correr o montar en bicicleta en toda España. Aunque en algunos lugares, y por la cantidad de gente reunida, ha sido difícil mantener las distancias, lo hemos hecho muy bien. Y lo vamos a seguir haciendo porque esta batalla la estamos ganando.

Ya en casa me encuentro en la contraportada de La Vanguardia con la entrevista a Gustavo Duch, activista y ‘neohortelano’, de la que me quedo con esta frase: «Se viene hablando de la España vaciada, pero lo grave es la España apiñada. Todos en ciudades, ¡qué peligro!: nos hace vulnerables. Las comunidades rurales son más resilientes, también ante la pandemia». Volvamos al huerto, sí. O sigamos el consejo de Jorge Fin y ‘echémonos al monte’ como he hecho yo feliz de la vida esta mañana. Y como hizo Henry David Thoreau para luego contarlo en su imprescindible Walden que inspiró a mi amigo artista, el de unas líneas arriba, que también pinta nubes, para crear uno de sus mejores trabajos.

Os quiero. Cuidaos.