Como gallinas histéricas reaccionaron algunos presidentes autonómicos al planteamiento del ministerio de Sanidad, respaldado por todo el Gobierno, de utilizar las provincias como demarcación para la gestión de las etapas de atenuación y camino a la 'nueva normalidad' desde la anormalidad del confinamiento vigente. Sorprende en especial la reacción del presidente de Cantabria, Comunidad en la que no existe conflicto entre autonomía y provincia debido a su característica de uniprovincial.

No es de extrañar, no obstante, esta reacción por parte de los llamados 'barones' autonómicos porque, históricamente, la división en provincias ha sido fruto de la voluntad de racionalización del Estado como encarnación de la nación española desde una visión liberal e ilustrada. Mientras que las regiones, que se convirtieron en Estados dentro de la Constitución de la Primera República, algunas en autonomías con Estatuto en la Segunda y todas en Comunidades Autónomas por las vías abiertas en la Constitución española del 78, siempre han representado sentimientos atávicos ligados a la cultura política tradicional, los fueros, el conservadurismo burgués y la incuria localista en general. El conflicto entre poderes regionales y la nación unitaria formada por ciudadanos libres e iguales de la nación española ha pasado por diversos momentos, pero nunca ha sido especialmente fácil. Sobre todo con el surgimiento en el siglo XIX del nacionalismo periférico fruto del sentimiento romántico, anticentralista o directamente racista.

No en vano, el primer intento serio de dejar atrás las estructuras administrativas del antiguo régimen, se produce en las mismas Cortes liberales de Cádiz en 1812, donde se reúnen representantes de los diversos territorios de España y se delimitan 32 provincias siguiendo el nomenclátor usado por el Conde Floridablanca en su censo. Durante el trienio liberal se adopta este sistema de división administrativa, que se consagra definitivamente con el trabajo de Javier de Burgos en 1833. Entretanto, en una de las múltiples divisiones y rectificaciones, se habían creado seis provincias marítimas, entre ellas la de Cartagena, que desapareció sin pena ni gloria en la división que hemos heredado de 1833 y que se consagró en la Constitución actual.

La estructura administrativa territorial, al margen de los sentimientos de identidad local que fomentan, se viven por parte de los poderes fácticos locales como un juego de suma cero, en el que si algún nivel gana poder es a costa de otro nivel que lo pierde. Por eso en Cataluña se insistió mucho al inicio de la autonomía en fomentar una división por comarcas, que serían herederas de las tradicionales veguerías de la época medieval. La estructura provincial aparecía como un contrapoder y una amenaza al centralismo de la Generalitat, siempre ansiosa por obtener más transferencias del Estado pero siempre recelosa de transferir poder a provincias y municipios.

Las provincias, que tienen su origen nominal aunque no político en el Reino de Castilla, se conformaron alrededor de las ciudades más importantes que fueron salpicando con bastante equilibrio y de forma natural los territorios peninsulares. Hubo algunas oscilaciones, como Calatayud por Teruel, y algunas decisiones arbitrarias, como dejar de lado la obvia provincia alrededor de Cartagena, pero en general las provincias se constituyeron en algo más que una unidad administrativa. Las provincias se convirtieron con el tiempo en parte inseparable de la muñeca rusa de identidades en la que se conforma una personalidad incividual políticamente compleja y equilibrada, libre de los furores del sentimiento identitario que los políticos populistas intentan exacerbar para beneficio propio en alguno de sus niveles.

Recuerdo el día en que Ricardo de la Cierva, diputado paracaidista de la UCD con la excusa de una ascendencia murciana que nunca le había importado un carajo, apareció por la sede el partido en la calle Madre de Dios, alardeando de haberse cargado la reivindicación provincial de Cartagena, que las juventudes regionales del partido habían asumido como propia, con la introducción de una simple frase en el artículo 141 de la Constitución española. Desde entonces, la Constitución exige una ley orgánica para modificar las divisiones provinciales. Una sutil enmienda aceptada por los diputados murcianos de PSOE y UCD, que pensaban de esa forma cortar el camino al movimiento político cantonalista, en plena expansión en ese momento. La realidad es que fue un disparo en el pie por parte de los representantes políticos murcianos, que de esta forma perdieron irremisiblemente poder político y capacidad de influencia, al limitar a casi la mitad el número de representantes que, por obra de las circunscripciones electorales uniprovinciales, podrían enviar en el futuro a las Cortes Generales. Ese fue el gran legado político que dejó Ricardo de la Cierva, un personaje estrafalario de rasgos valleinclanescos que fue promovido a diputado primero y ministro de Cultura después, porque era el chivato de Adolfo Suárez, que ya entonces no se fiaba de sus propios ministros, como cuenta Luis Herrero en su estupendo libro Los que le llamábamos Adolfo.

Y volviendo a la actualidad, no cabe duda de que los barones autonómicos (llamados así porque representan un contrapoder al Estado, como los barones medievales limitaban el poder de sus reinos) van a luchar a brazo partido para que no se mencione nunca más a las provincias en ningún papel que surja de ningún ministerio, especialmente de un ministerio con tanto predicamento como tiene ahora entre los ciudadanos el ministerio de Sanidad. Una cosa es que los sucesivos intentos de las autonomías por cargarse la división provincial haya fracasado una y otra vez y otra que se les dé tanto pábulo desde las instancias del Estado.

La reivindicación de las provincias debería ser una baza política irrenunciable de los partidarios de Estado fuerte, unitario y descentralizado, que sin duda deberá convivir con algunos territorios autónomos con una fuerte identidad nacional, en busca de un equilibrio real de poder y no artificial. El 'café para todos' del 78 fue un craso error, pero esa es una historia para otro día y otro artículo.