Murcia 1 y 2 de mayo

Este fin de semana han entrado en vigor las primeras medidas de alcance general adoptadas por el Gobierno para aliviar el confinamiento por la pandemia de coronavirus. Ha llegado el momento, por tanto, de despedir este diario surgido con el #YoMeQuedoEnMiCasa de aquel lejano fin de semana de marzo en el que nos cambió la vida, la normalidad. Una semana antes del primer decreto del estado de alarma ya se advertían las amenazas de aquel virus que venía de Oriente y el antídoto para combatirlo. Tenía que ver con la ponzoña, el germen, la infección o la toxina que genera el cúmulo de despropósitos de los que empezábamos a ser testigos en esos momentos. Era el virus del desatino, el error, la equivocación y, en definitiva, del egoísmo a la hora de hacerle frente en Europa, epicentro de la calamidad. El antídoto no era otro, ya entonces, que el del sentido común. El de la cordura, el juicio, el criterio, la lógica, la madurez, la razón o el seso. Porque la prudencia, la sensatez y el buen juicio siempre han estado ahí, en medio de nosotros, prestos a ser recibidos en cuerpo y alma. Y continúan disponibles para ser elegidos por el común de los mortales.

Durante este tiempo nos ha costado entender que la distancia social (aunque en realidad se trataba de una distancia física) era el mejor remedio que teníamos a mano para combatir la pandemia. Hemos visto puestas en escena en La Moncloa para dar a conocer las novedades, los decretos y demás disposiciones de respuesta. También innumerables desencuentros, acusaciones y críticas por parte de la oposición y una ciudadanía alterada por las condiciones del confinamiento y los caminos a emprender. Desencuentros que han sido palpables en escenarios institucionales y otros abiertos al anonimato y al exabrupto sin control, como los de las redes sociales.

Hemos volcado buena parte de nuestro tiempo en torno a las pantallas, especialmente de los teléfonos llamados 'inteligentes', tabletas, ordenadores portátiles y, por supuesto, de la televisión. Hemos consumido (mejor dicho, nos hemos hinchado) horas y horas de nuestro tiempo en series en las plataformas digitales, además de memes, vídeos, cadenas y reenvíos en los servicios de mensajería. En esos espacios ha estado presente el cuñadismo, esa enfermedad social tan dañina como la del coronavirus, pues la única medicina que la combate, que es la prudencia, ha escaseado tanto o más que los respiradores en los hospitales. Pero esos medios también nos han ayudado a vivir la experiencia de fe en las catacumbas, de una manera más íntima y, en ocasiones, auténtica.

Nos hemos reencontrado con nuestra casa, con los espacios donde guardamos recuerdos, los 'por si acaso', cajas de objetos sin desembalar de innumerables traslados, con esos libros repletos de polvo y de amarillento paso del tiempo. Los balcones y terrazas han cobrado vida cada día y hemos acudido con puntualidad alemana al aplauso de las 8, incluso hemos oído los ecos lejanos de la cacerolada ultra de las 9. La oficina y el despacho han surgido de la nada en las habitaciones y comedores, con más suerte en el caso de las buhardillas. Todo ello intercalado con la experimentación de la gastronomía hogareña repleta de intentos que luego han sido vistos en los innumerables grupos de whatsapp de familiares y amigos. Aquí los niños han tenido su protagonismo y, en general, nos han dado lecciones de tolerancia y adaptación a las circunstancias.

No hemos podido despedirnos como se merecían de quienes han muerto en estos dos meses, y tenemos, por tanto, pendientes esos funerales para cuando la nueva normalidad llegue entera, vivita y coleando, a nuestras vidas. Especialmente dolorosa ha sido la experiencia del fallecimiento de miles de ancianos, en soledad. Pero, a cambio, nos hemos reencontrado con amigos de la infancia, con otros a los que teníamos olvidados y, hasta incluso, con vecinos que hasta ahora eran tan solo la sombra o la imagen difusa y un sonido detrás de una puerta o de un vehículo aparcado en el garaje del edificio. Nos hemos llevado sorpresas tan agradables como comprobar que los animales que viven entre nosotros han cobrado vida especial y han salido de su particular confinamiento para recuperar un nuevo espacio.

Tejer acuerdos a partir de las evidencias científicas es el principal reto que, como sociedad, tenemos a la vista ante el nuevo período que se abre. Un tiempo en el que debe servirnos ese descubrimiento que hemos hecho acerca del valor del trabajo de colectivos de trabajadoras y trabajadores hasta ahora invisibilizados. Además de los profesionales sanitarios que se han reencontrado con el sentido vocacional y social de su trabajo, que no es otro que el de curar, cuidar y salvar vidas, han sido esenciales estas semanas las cajeras de supermercados y dependientes de farmacias o gasolineras, los repartidores, los basureros, los jornaleros agrícolas, las limpiadoras?

En nuestra manos, en nuestras decisiones, en nuestras actitudes y comportamientos está la clave para crecer como sociedad y responder a los retos que tenemos enfrente, los de una crisis ante la que debemos salir juntos y sin dejar a nadie en el camino.