Una buena parte de la atención mediática de esta jornada de confinamiento ha estado, desgraciadamente de nuevo, en los ecos de la sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados. Llamémosle si queremos, debate, propiamente en sus dos acepciones: la de controversia, como discusión de opiniones contrapuestas entre dos o más personas o, en su segunda, como la de contienda, lucha, combate. Discutir nunca es malo, pese a que se nos eduque en gran manera para evitar los litigios, porque solo parece que seamos capaces de alcanzar la estrategia del ganar-ganar. En pocas ocasiones se nos forma para entender que el ganar-perder o el acordar-ganar son también realidades con el mismo valor que la primera de las maniobras.

De entre todos los exabruptos que se lanzaron entre los portavoces de los grupos parlamentarios, y éstos contra los representantes del Gobierno (desde Pedro Sánchez al último de sus ministros), el presidente de Vox, Santiago Abascal, volvió a convertir parte de su discurso en el centro de la agenda política. En la rueda de prensa posterior a la sesión de control se refirió al papa Francisco como 'ciudadano Bergoglio' al afirmar que no coincidía en su defensa de un salario universal. Mezcló de manera torticera, a mi juicio, las posibilidades que se abren de implantar una renta universal, como paso posterior a las ayudas de emergencia, a los colectivos más vulnerables afectados por las consecuencias de la crisis sanitaria. Según Abascal, es una posición del paraíso comunista al que nos quieren llevar Pedro Sánchez y Pablo Iglesias.

¡Ay, Señor! Cómo se definen determinadas personas ante las maneras de afrontar las consecuencias económicas de una crisis como la que vivimos, en un sistema económico como el que sufrimos. Por cierto, las palabras del pontífice del Domingo de Resurrección, a través de una carta dirigida a los movimientos y organizaciones populares con motivo de la pandemia, se referían a que «tal vez sea tiempo de pensar -es la conclusión de Francisco- en un salario universal que reconozca y dignifique las nobles e insustituibles tareas que realizan; capaz de garantizar y hacer realidad esa consigna tan humana y tan cristiana: ningún trabajador sin derechos».

Nunca me han gustado las posiciones extremas de las filias y las fobias. Esas del «o estás conmigo o estás contra mí». En el caso que nos ocupa, ni la papolatría ni la papafobia. La primera tendría que ver con la adoración y sumisión total a lo que viene del Papa, sin espíritu crítico alguno, y la segunda, aunque su significado estricto sería el del miedo o temor al Papa, yo lo circunscribo más hacia el odio a todo lo que viene de esta figura de la Iglesia católica. En general, las personas solemos decantarnos por una visión dicotómica de la realidad. Esto es, asumimos la tendencia a clasificar las experiencias según dos categorías opuestas, todo o nada, bueno o malo, perfecto o inútil. Normalmente creemos que no existen las gradaciones sino las polaridades. Y qué equivocados estamos. Un error que repetimos cuando encasillamos a los otros en categorías estancas: ateos-beatos, rojos-fachas, machistas-feministas€ La realidad es otra, porque las experiencias vitales son múltiples y las posibilidades de cambio, infinitas. De ahí a que afrontar una salida solidaria a los efectos de la pandemia solo será posible con una mentalidad abierta a encontrar soluciones, con la mirada puesta a los colectivos más débiles.