Nuestro país es uno de los más espléndidos frente a las catástrofes humanas, su población dona más sangre (el porcentaje español es ligeramente superior a la media mundial), sus donaciones en caso de terremotos u otras catástrofes naturales son siempre más notables que las de otros países de Europa, de forma que la Radiografía de la Solidaridad en España del año 2018 arrojaba los siguientes datos: el donativo que realizó el ciudadano medio fue de 106 euros al año, un 6% más que en 2017. La cifra crece hasta los 177 euros en el caso de los mayores de 55 años. Desciende a 133 euros en el segmento de población que se encuentra entre los 35 y 54 años y de forma aún más significativa, situándose en los 60 euros, entre los 18 y 34 años. A pesar de la crisis de 2008, el incremento de españoles y españolas que apostaron por donativos solidarios a alguna ONG creció. Además, aumenta el número de personas voluntarias en distintos programas sociales desde hace unos años.

Somos un pueblo generoso que valora la solidaridad; por esto, las millonarias donaciones de Amancio Ortega lo convierten en héroe para gran parte de la población.

También durante esta pandemia las muestras de solidaridad se han multiplicado, haciéndonosla más grata, reconciliándonos un tanto con lo humano. Pero, ¿es solo la solidaridad, la generosidad, la solución de los problemas que nos acosan?

Se define solidaridad como la adhesión o el apoyo incondicional de alguien a causas o intereses ajenos, especialmente en situaciones comprometidas o difíciles; mientras que llamamos justicia al principio moral que lleva a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece.

Hay una diferencia entre la solidaridad espontánea y esporádica y el compromiso ciudadano y democrático constante, que se esfuerza en transformar la sociedad en busca de una mayor justicia social. Nuestra cultura católica nos hace proclives a la primera y reacios a la segunda, que requiere de un análisis más preciso sobre las causas que se esconden bajo la desigualdad que pretendemos solventar con nuestro acto solidario. Un acto solidario que, como sucede también con la caridad cristiana, no apunta ni transforma el origen de la cuestión. La democracia se basa en la razón, en el pensamiento y el análisis, para trascender, precisamente, la emoción, a menudo primaria y lastrada por los prejuicios.

Hemos de hacer compatible la generosidad momentánea, en forma de aportaciones económicas o del reconocimiento y el aplauso a los sanitarios, por ejemplo, con un compromiso democrático permanente que nos haga más activos en la vida pública, exigiendo políticas de bienestar social y de cuidado de los más débiles que no reduzcan ni privaticen los servicios a las personas dependientes, resten presupuesto para las mujeres maltratadas o para la educación pública, o reduzcan los apoyos a los niños y niñas de familias desfavorecidas.

La justicia social, el reparto de la riqueza más equitativo, es una cuestión que no tiene que ver con la caridad ni con la solidaridad sino con la justicia, con estructuras sociales que incrementan la desigualdad y cuyo análisis es más complejo que la espontánea identificación empática con las víctimas de una catástrofe.

Llama la atención que la misma población que se muestra suspicaz frente a las políticas migratorias, cuando no claramente en contra de las medidas de acogida, se muestre dadivosa cuando se le presenta un caso concreto. Falta, es evidente, una cultura política que ayude a la ciudadanía a comprender la realidad más allá de la simplicidad de la anécdota concreta, lo que revertiría en una población mejor informada, y más activa, necesaria para contribuir a la justicia social y ecológica, tan urgentes en el futuro que se avecina.

Sin embargo, durante esta pandemia que tiene confinados en sus casas a millones de personas, cuyo único ocio es, para muchas de ellas, sentarse frente al televisor, los medios informativos no han modificado su tendencia al espectáculo ni a la anécdota sensibloide, mostrando miles de veces los aplausos a las personas enfermas que consiguen vencer al virus; los bomberos que felicitan el cumpleaños subidos en una grúa a una altura de vértigo, o los gestos solidarios de unos y otros. El espectáculo de la solidaridad gusta a la audiencia, nos congratulamos por ello, pero nada modifica estructuralmente las raíces del problema.

Echamos en faltan debates de especialistas, comparaciones profundas entre las medidas adoptadas por unos países y otros, información sobre la relación del coronavirus con el estrés al que hemos sometido a la naturaleza (tanto este virus, como los virus que nos atacarán en lo sucesivo, tienen su origen en la destrucción de los hábitats de la fauna salvaje del planeta), mesas redondas sobre las necesarias medidas de transición económica que hemos de adoptar en esa llamada 'nueva normalidad'. En definitiva, en nuestras televisiones y radios faltan análisis en profundidad que ayuden a comprender la complejidad del mundo en el que vivimos, a interrelacionar acontecimientos, a educar a la ciudadanía en la formación de un necesario pensamiento crítico.

Si seguimos evitando la complejidad, protegiéndonos bajo el dulce paraguas de la solidaridad espontánea, seremos fácil pasto de las falsas noticias, de los bulos, del pensamiento mágico que desea, como lo desean los niños, que esta semana pueden por fin pasear por nuestras solitarias calles, que existan los Reyes Magos: que venga alguien poderoso a donar costosas máquinas a los hospitales de Occidente, mientras en Oriente, de donde, por cierto, procedían los Magos, esclaviza a sus trabajadoras y trabajadores con salarios de miseria.