Hoy celebramos el decimoquinto aniversario del fin de la pandemia de Covid-19. Tras varios años de esperanzas infundadas cruelmente golpeadas por segundas y terceras oleadas de la pandemia, finalmente se llegó a la certeza de que el virus había sido vencido. Una última cepa superviviente y reducida a la mínima expresión se custodia ahora en Caja de Pandora-2045, unas instalaciones semisecretas a orillas del Océano Glaciar Ártico, junto con otros residuos de antiguos azotes y formidables enemigos de la humanidad, entre los que se cuentan viruela, y muchas variantes de la gripe.

Todos aquellos tenebrosos seres que antaño doblegaron a las gentes están ahora confinados para ser estudiados, observados, y si tuvieran sistema nervioso, también, ¿por qué no?, para ser sometidos a periódicos tormentos y torturas en pago, compensación y venganza por las humillaciones que el género humano sufrió por su culpa. Hace años que el hombre ha recuperado el cetro con que solía regir el medioambiente y con que oprimía a sus rivales humanos más débiles conduciéndoles a la desesperación, privándoles del alimento o levantando fronteras para que no abandonen las regiones sometidas a hambrunas y plagas derivadas de los reajustes climáticos de los que los ecologistas radicales pretenden responsabilizar a un sistema económico que ha traído al mundo entero siglos interminables de prosperidad y de éxitos frente a los desafíos.

Queda para los psicólogos sociales el estudio de la secta de los resilentes, aquellos que aun sabiendo que los canales de Venecia vuelven a ser ponzoñosos y que ni gorriones ni mochuelos se escuchan en las ciudades porque de nuevo han sido ensordecidos por el tráfico rodado, que aun conociendo esto, decimos, se obstinan en vivir como en los tiempos de la Covid-19. Todos tenemos algún vecino así, y hemos de compadecer a los muy desgraciados. Podemos verlos confinados voluntariamente, sin salir más que a hacer la compra, pertrechados de máscaras y guantes. Pese a los intentos reiterados por parte de las autoridades sanitarias de reintegrarles a la vida normal, haciéndoles llegar prensa, documentos e incluso testimonios personales de amigos y conocidos, los resilentes se niegan a creer que el mundo ante sus ojos simplemente sea como parece. Atrincherados en casa, encadenados al teletrabajo, habituados a la desinfección constante, han perdido la fe en las noticias que no consideran sino bulos infundados y anuncian que, llegado el pico final de la enfermedad, solo ellos serán salvos.