Que nadie se confunda contemplando su físico sanchopancesco de los últimos años. Leoncio mostró desde su más tierna adolescencia su fiebre quijotesca. Comenzó los años 60 siendo un destacado atleta, cuando el cura Juan (santo varón) quiso reclutarle para ingresar al seminario. Su madre (digno ejemplar del matriarcado) declinó esta demanda y le ofreció al cura otro hijo para tan altos designios, pero la negociación no prosperó; al parecer, Leoncio sacó algo en claro de aquello: el púlpito era una tribuna muy interesante para llegar a mucha gente.

Su único orientador profesional fue el padre: «Tienes dos opciones, hijo: si quieres ganar dinero, estudia Farmacia; si buscas estatus social, estudia Medicina. Pero estudia. Cuesta mucho ganar el dinero para la universidad».

Y ya tenemos a Leoncio de médico en La Mancha, más concretamente en Albacete, haciendo su doctorado en quijotismo. Procedía de una familia de rancia derecha, al menos la mitad. Afiliarse al PSOE fue el paso más estimulante que se le podía ocurrir, y lo hizo. Allá en La Mancha sobrevivió a aventuras y se nutrió de sabrosas experiencias.

Volvió a Lorca, no solo por la querencia de su señora esposa sino porque se había sentido siempre profundamente lorquino. Desde entonces todas sus energías las ha dedicado a la actividad pública. Su primera aventura la vivió como gerente en el área de salud y, como era de esperar, chocó con unos molinos que no le derrotaron pero le hicieron desistir. Osó entrar de lleno en política, pero de nuevo unos maléficos magos le confundieron y le nacieron enemigos por doquier y en su propia casa.

Leoncio tenía la ilusión de enderezar varios entuertos; por ejemplo conseguir una universidad de verdad para Lorca. No pudo ser. Lo asumió sin acritud, nostalgia ni melancolía. Con un espíritu de sana competitividad, digna del gran deportista que fue.

Ha sido una gozada verle debatir en cualquier tertulia. Tenía una máxima: «Si un argumento te aburre, seguro que no merece la pena». Aunque los años le habían enseñado a no refregárselo al contertulio. Prefería ponerle una pizca de pimienta y ayudarle a pasar el mal trago.

Todas las ausencias resultan incomprensibles, pero en este caso hay algo más inverosímil; no me imagino a Leoncio Collado en silencio. No es posible que una voz así calle para siempre.