Es domingo. Y no un domingo cualquiera. Nada más clarear el día se oyen voces en la calle. Suenan extrañas, diferentes, sin estridencias. Son los primeros niños y niñas que salen de sus casas después de seis semanas, seis, de confinamiento. Hasta ahora su vida había quedado reducida a sus habitaciones o estancias comunes entre las paredes de las viviendas, junto a sus hermanos y sus padres. Pocos, con sus abuelos. Apenas habían tenido la oportunidad de asomarse a los balcones y a las terrazas de sus edificios. Con mucha suerte, a los patios de casa baja, quienes pudieran disfrutar de ellos. Por eso este es un día especial ya que, al menos durante una hora, han vuelto a reencontrarse con el exterior. Y la verdad es que es el primer síntoma, después de muchos días de oscuridad y de falta de perspectiva, de que hay alguna señal de luz al final del pasillo, al final del túnel de esta pandemia que nos ha cambiado la vida.

No han faltado adultos que dieran mal ejemplo frente a las condiciones establecidas para salir a la calle. Maldita expresión para aplicar esta jornada aquello de donde fueres, haz lo que vieres, porque nuestra gente menuda actúa siguiendo los modelos que les aportamos los mayores. Por mucho que les intentemos entrar en razón con nuestros discursos, al final son las prácticas las que mejor enseñan unos comportamientos u otros. Sin ir más lejos, ya está bien de reclamar que resuelvan los problemas con diálogo cuando nosotros somos incapaces de reconocer al otro un mínimo de credibilidad en el sentido de que posea una opinión distinta a la nuestra. O de que alcancen acuerdos en sus peleas, cuando nosotros pensamos que ceder en una u otra posición es un síntoma de debilidad.

No sé si les ha pasado a ustedes, pero hasta esta semana tenía una sensación extraña de no ser capaz de ver una mínima señal de luz en mitad del túnel de esta crisis sanitaria. El nivel de angustia personal se iba acelerando con las cifras de contagiados y muertos de cada día, los errores de comunicación de los gobiernos, el enfrentamiento entre partidos políticos y administraciones y las noticias sobre la pérdida de puestos de trabajo. A ello se sumaban los casos de personas conocidas afectadas por el cierre de negocios, la falta de horizonte en el proyecto de estudios de nuestros hijos y toda la retahíla de perspectivas negativas para uno y otro sector económico.

Bien es verdad que saber que no había personas afectadas entre los familiares y amigos más cercanos (salvo alguna excepción) otorgaba un margen amplio para continuar con las recomendaciones de las autoridades sanitarias. Hemos aprendido a marchas forzadas a adaptar nuestras casas a la nueva situación, a plantearnos en serio el teletrabajo y a darnos cuenta de que, de cualquier situación, por más extraordinaria que sea, podemos aprender y evaluar con diferentes perspectivas todo lo que tenemos, todo lo que somos y a lo que prestamos valor. La salida a la calle de nuestros niños y niñas ha tenido que ser, en definitiva, el instante más preciado para contemplar que hay esperanza para la desescalada. Sin perder la perspectiva de lo vulnerables que somos ante las consecuencias de un virus capaz de cambiar el mundo en menos de dos meses. Niños, vamos a la calle.