Los niños han tomado la calle. Los observo desde mi ventana con miedo. Intento que no me vean. Me he convertido en un espía sofisticado. Los perros ahora corren despavoridos a esconderse en las esquinas, temerosos de que les tiren del rabo. No comprenden por qué causa extraña han dejado de ser los reyes del barrio. Su melancolía, esa extraña libertad de ayer que les hacía orinarse en las farolas sin el miedo a que un auto los pillase o un carro de la compra les lastimase la patita, se ha truncado. Aúllan en los apartamentos porque saben, dentro de su sentido canino, que ya no son imprescindibles. Han vuelto a su lugar en la terraza y bajo el sofá.

Ahora, los niños han impuesto una nueva ley. Y no harán prisioneros. Los veo correr desaforados, intentando recuperar los 44 días de confinamiento en un solo salto. Ha perdido la pericia de antaño. Sus pasos son torpes. Les molesta el sol, que se cuela entre los edificios. Sus padres les han enseñado que cuando encuentren otro niño deben guardar una distancia de seguridad que antes no existía. Los perros, reflexionan, sí podían seguir oliéndose el culo a pesar del virus.

Pienso también en esa madre que se queda sola durante una hora. O ese padre. A veces el silencio es algo tan lejano que olvidamos que produce vértigo. Se asoma a la ventana, como yo, y con mirada discreta va siguiendo los pasos de su prole, comprobando que el mundo de ayer aún sigue ahí y con la duda de si el enemigo invisible que nos encarcela en casa habrá desaparecido o aguarda en el picaporte del portón.

Con los gritos de los niños sustituyendo a los ladridos, intento leer algunos fragmentos de Golding y El señor de las moscas. En la novela, un accidente de avión deja en una isla desierta a un puñado de niños. Ellos imponen su autoridad, arbitraria. Conforman sus reglas y sus enemigos. Pronto llegan la violencia y las divisiones. La muerte está al otro lado de la página cuando me despierta de la lectura el niño del vecino. Señala a mi balcón con sonrisa extraña. Sabe que él manda, que tiene un poder más fuerte que los números en la cuenta del banco. Es libre y yo sigo pegado a los libros como forma de evasión. Al instante se queda mirando un pájaro que sobrevuela su cabeza. Mantengo la esperanza de que en las próximas leyes seamos los lectores los que podamos pasear una hora al día, aunque sea con un libro bajo el brazo como salvoconducto.