Una de las dimensiones que se ha visto alterada en este tiempo de confinamiento es todo lo que tiene que ver con la celebración comunitaria de la fe como expresión y vivencia de unas convicciones religiosas. En estos tiempos líquidos, vulnerables, aún somos muchos los que tenemos muy presente todo lo que suponen la fe en el día a día (en mi caso, cristiana) y tratamos de dar visibilidad a cómo vivimos nuestra vida y trabajo desde el compromiso que ella nos aporta. El confinamiento está siendo muy doloroso para un catolicismo de cuño celebrativo, litúrgico, público. Lo hemos notado mucho durante la Semana Santa y también ahora, en la Pascua. Los formatos a los que hemos acudido han tratado de suplir el encuentro en los lugares de culto.

Hemos vuelto a la Iglesia de las catacumbas, a la Iglesia doméstica, construyendo pequeños altares en muchas de las casas. No va a ser solo cuestión de adorar a ese pequeño o gran sagrario que forma la televisión de plasma y todos los aparatos asociados en el lugar central de la vivienda ante el que se reúne la familia. Qué decir de la versión digital con las cadenas de oración, las aplicaciones de los teléfonos móviles o videollamadas para rezar en común, aunque a las personas mayores les cuesta llegar a estos espacios. Siempre les queda la radio o las retransmisiones litúrgicas por televisión, pero en soledad, por lo que resulta necesario buscar modos y maneras para mantener el vínculo en condiciones de distanciamiento social.

Las experiencias son muy variadas. Sin ir más lejos, ayer por la tarde nos unimos para rezar a la misma hora con compañeros de la HOAC de Málaga, con el audio de un material, Orar desde el Mundo Obrero, que cada semana compartimos quienes formamos parte de ese movimiento apostólico. En un grupo de whatsapp también oramos con las reflexiones de Antonio Murcia, párroco de San Juan Bosco de Cieza, o con el comentario evangélico de cada domingo que puntualmente nos hace llegar José Luis Bleda desde Honduras. También sé que ha habido experiencias de respuesta diferentes como las vividas en muchos monasterios, particularmente femeninos, en los que las comunidades han sostenido la vida litúrgica sin sacerdote exterior. Me consta que así ha sido, por ejemplo, durante varias semanas, en el Convento de San Antonio de Algezares, donde conviven varias religiosas concepcionistas franciscanas muy cercanas.

En el horizonte de vuelta a la normalidad tras el confinamiento, la Iglesia (y, por tanto, quienes nos sentimos parte de ella) tendrá que adecuar su acción litúrgica, catequética, formativa y sus fuentes de financiación a las limitaciones de la nueva situación. Como afirma Carlos García de Andoín, deberá cuidar mucho la celebración de los funerales de las víctimas de la pandemia, poniendo en primer término el proceso de duelo, y evitando toda pretensión de monopolio del significado de la muerte en una sociedad plural. La Iglesia puede caer en el quietismo, en esperar que pase todo para volver a la vieja normalidad, con el riesgo de volver a quedarse fuera de juego.

Visto lo visto estas semanas de polarización y enfrentamiento, suscribo que «ante la desigualdad en lo social, ante la confrontación en lo político, ante la tribalización en lo cultural, la Iglesia debe posicionarse con radicalidad por la misericordia social, la prevalencia del bien común y la mano tendida al diálogo intercultural». Una reinvención en toda regla.