En su muy recomendable libro Por qué las naciones fracasan, James Robinson y Daron Acemoglu dan un repaso a los tópicos que han intentado resolver la disyuntiva entre fracasar y triunfar analizando una a una razones de genética, religión, cultura e incluso ubicación geográfica en el mapa planetario. Los autores van descartando estas razones para llegar a la conclusión de que es la política, y las instituciones que genera un país como consecuencia de las decisiones políticas, lo que explica que unas naciones triunfen y otras fracasen. Y no es una conclusión obvia, ni siquiera concluyente del todo, porque a continuación nos preguntamos por qué en un país se generan políticos responsables y honestos que dan lugar a instituciones funcionales y equilibradas y en otros no sucede así. Es el eterno problema de las causas últimas, que a menudo nos aboca a un bucle melancólico por falta de resolución.

Cuando España era un país respetado en la Unión Europea, llevábamos a gala la etiqueta de ser 'los alemanes del sur'. Y efectivamente, en contra de los clichés al uso, los españoles habían demostrado ser esencialmente resilientes a las crisis y muy trabajadores, lo que combinábamos sorprendentemente con una gran pasión de vivir y una sociedad que valoraba los lazos familiares estrechos, para envidia de los fríos y emocionalmente castrados habitantes de los países germánicos y nórdicos. En un momento dado, después de nuestra exitosa transición, parecía que España iba a consolidar unas instituciones sólidas, incluso copiando literalmente el modelo alemán de descentralización política. No por casualidad, la Constitución española se fraguó en la forja del consenso con el fuego alimentado por las donaciones de los socialdemócratas, democratacristianos y liberales alemanes a través de sus respectivas fundaciones. Lo que no sabemos es en qué momento se torció la política y los políticos de este país para entrar en la barrena de la desvergüenza que supone pasar de ser un país respetado y admirado por su seriedad y sus consensos políticos a ser un país de lloricas pedigüeños incapaces de mantener una disciplina fiscal y aprovechar los buenos tiempos para prever las inevitables crisis que acaban por llegar. ¿O sí lo sabemos?

Si la izquierda política se hubiera mantenido dentro de los parámetros marcados por el liderazgo de Felipe González, al que no le tembló la mano para hacer una cura de caballo con el obsoleto sector industrial español, otro gallo nos hubiera cantado. La caída de Felipe González fue un desastre sin paliativos para este país, siempre escorado a la izquierda y con una derecha que no ha podido deprenderse del baldón que supone ser heredera directa de los líderes del franquismo tardío. Ese cierto desequilibrio hacia la izquierda, profundizado dramáticamente con la subida al monte de los nacionalistas catalanes tradicionalmente liberales que daban soporte a mayorías de centroderecha, ha provocado finalmente un dominio abrumador de las políticas de déficit público exagerado en los años iniciales de este siglo

Y es definitivamente esta versión no felipista de la izquierda, representada de forma emblemática por Rodríguez Zapatero y ahora sus herederos, sobre todo Pablo Iglesias antes que el mismo Pedro Sánchez, la que ha marcado indudablemente el camino hacia un país con un déficit público endémico y una deuda desorbitada. El año pasado, sin ir más lejos, el Gobierno socialista se volvió a saltar a la torera los límites impuestos por la Unión Europea, con poca intención o ninguna, de volver al ahorro y a la disciplina fiscal en este año que se avecinaba ya pródigo de por sí en prebendas y regalías sin cuento para la clientela electoral de las nuevas estrellas ascendentes del firmamento político nacional, fueran estos artistas de la ceja u oenegés procastristras, que de todo hay en el universo de la izquierda radical paniaguada.

Deberíamos ponernos por un momento en la piel de los contribuyentes holandeses, nórdicos y alemanes para comprender la indignación que provoca estar subvencionando permanentemente los subsidios de los PER andaluces, la jubilación de los funcionarios griegos y ferroviarios franceses a los cincuenta años con el salario íntegro, y el subsidio de paro más generoso de la OCDE, que disfrutamos los españoles y los países del Sur en general, con mercados de trabajo ineficientes y rígidos, permanentemente adictos a gastar más de lo que recaudamos. Habría que ver cómo reaccionaríamos los españoles si la situación fuera la inversa, con los países europeos del Norte reclamando subvenciones y transferencias a fondo perdido y los del Sur teniendo que rascarse el bolsillo continuamente para pagar sus generosos sistemas de protección social y su escasa disciplina fiscal. Un ejemplo de cómo reaccionaríamos lo tenemos no muy lejos, en la misma Cataluña y su España nos roba. Pues así de cabreados con los del Sur se sienten los países serios de la Unión Europea como Holanda, Alemania, Austria o Finlandia.

No hay que ser muy agorero ni muy pesimista para prever que después de esta etapa de gran calamidad que nos ha pillado de nuevo por sorpresa y en pelotas, se acerca un período de ajuste duro tras lo que no podrá ser otra cosa que el rescate de España por parte de sus socios europeos, que tienen la mala costumbre de asegurarse de que los morosos paguen sus deudas incluso obligándoles a disciplinar sus finanzas a la fuerza si no hay más remedio.

Mariano Rajoy (que tampoco se distinguió especialmente por su buena gobernanza de las instituciones públicas, recortes y subidas de impuestos aparte) nos salvó del rescate total, consiguiendo que se limitase al sector bancario. Probablemente fue un error, viendo cómo han evolucionado posteriormente las cosas. Igual que está demostrado que lo que mejor le sienta a un país económicamente es perder una guerra con Estados Unidos (Japón y Alemania, por ejemplo), de igual forma parece evidente que lo que mejor le sienta a un país europeo del Sur es ser rescatado por sus socios del Norte, véase los ejemplos palmarios de Portugal y Grecia. Probablemente esta vez, ni Italia ni España se escapen del rescate. Así acabará de una vez (para beneficio de generaciones futuras) la triste historia a la que nos ha abocado la indisciplina fiscal endémica de la reciente historia económica de la democracia española.