Hay en la crisis un momento en que el tiempo se elonga. No se detiene, se alarga como el día que Jehová estuvo con Josué en la batalla de Gabaón. Sólo un instante, cuando la línea se quiebra, permite mirar hacia atrás todo lo que ha sido conquistado y nos será arrebatado en un instante. Cuando volvamos la vista hacia adelante y el sol siga su camino por el orto, todo estará perdido y vendrá la caída en el abismo insondable donde la sombra se adensa.

¿Qué se encuentra en ese instante en que el mundo se ha detenido? El vértigo de Hume ante los límites de la razón; el horror vacui del artista musulmán ante el paño impoluto, ese vacío que pretende ocultar mientras dibuja en él formas geométricas, la vegetación estilizada o los noventa y nueve nombres de Alá. El desierto del lienzo es la oportunidad para prolongar el oasis.

En Soy leyenda, la película basada en la novela homónima de Richard Matheson, Will Smith es un científico inmune a un virus que ha devastado a toda la humanidad, que recorre las calles vacías de Nueva York en compañía de su perro, pero cuando caiga la noche, los mutantes saldrán de sus escondrijos y lo buscarán amparados en las sombras.

Desde lo más profundo del alma humana surgen comportamientos cuya noticia nos deja estupefactos. Vecinos que muestran su desagrado contra otros comuneros, porque los saben infectados o por su exposición al peligro. El virus que afecta a aquellos temerosos de su inmunidad es peor que el patológico, pues su perversión les privó de la solidaridad, la compasión, la fraternidad; y ahora muestran su reverso tenebroso, inhumano. No tengas la menor duda, lector, volverían a crucificar a Cristo, fuera por vagabundo, por la gran manifestación del sermón de la montaña o por subversivo, qué más da la razón cuando la causa es la falta de amor.

Me desvelan febriles debates jurídicos sobre el decreto de estado de alarma, donde en vano argumento sobre la suspensión de derechos fundamentales y el tratamiento de conductas no recomendadas, pero atípicas penalmente, transformadas en infracciones administrativas por la arbitrariedad de los agentes policiales amparados en una falaz y armígera ley mordaza, cuando no en delitos del tipo inconcreto y discrecional de la desobediencia. ¡No, estas no son las leyes que protegen al ciudadano, sino las que someten al súbdito!

Me solivianta la parquedad de miras de algunos colegas que creen conocer una exacta prelación de valores y bienes jurídicos protegidos y se mueven con pasmosa seguridad en el resbaladizo terreno de los principios generales del Derecho. Se acogen a algún aforismo latino, elaborado en los tardíos tiempos del Imperio, cuando la guardia pretoriana marcaba el curso de la decadencia a golpe de puñal tiranicida. Elevan el adagio a la misma categoría de la Biblia que el ortodoxo cree a pies juntillas, sin reparar en las floridas contradicciones que jalonan los libros sagrados cual celadas para la salvación del creyente.

El piadoso jamás la hallará si no abre el Nuevo Testamento, donde la verdad revelada recobra todo su sentido, para perderlo definitivamente en el remate final del Apocalipsis, libro onírico siglos antes del surrealismo. El sublime tratado del Amor concluye con una terrible e indigesta pesadilla.

Así, de la misma manera, hay quien cuestiona el valor de la libertad por el supremo y efímero privilegio de la salud. Quien así desprecia uno de los mayores dones que los dioses dieron a los hombres, no puede concebir la razón perdida de Don Quijote, como argumenta Cervantes que acude presuroso en mi ayuda. Tal vez el obtuso divagador nunca la haya perdido, porque jamás la ha disfrutado, pues para ello no basta con tenerla. Ningún placer alcanza al coleccionista si no es capaz de beber los mejores caldos de su enoteca, leer los más preciosos libros de su biblioteca o de sentir a flor de piel la música que se ha pautado con precisión de tempo y de silencios. En ese preciso instante del clímax musical, amable y melómano lector, en el que no hayas otra dimensión más acogedora, en el tiempo o en el espacio, que el abrazo en el que habitas. Cuando vuelvas a la vigilia de este mundo, la luz que te inunda no será la misma que se derrama sobre los objetos que te circundan, porque tu alma viajera ha regresado a la Ítaca de la que partió tras aquella Odisea que resumieran los versos de Kavafis. Esos que cantaba Lluis Llach mucho antes de que la ambición se transformara en un bronco problema de banderas. Como si todo lo que aprendimos no importara más que la sutil diferencia entre los virus que provocan despiadadas pandemias.

Cierro el libro de Italo Calvino Si una noche de invierno un viajero, donde se cuentan las mil maneras de leer que tiene un ávido lector, mas para entenderlo hay que abrirlo y recorrer sus páginas hasta donde la sombra se adensa, en ese preciso instante en que descubres la clave de un elaborado laberinto de relatos apenas inconexos.

En la misma penumbra se encuentra el interlocutor que proclama que no puede seguir así, mientras mira a los ojos que reflejan su propia soledad; no sabe aún que el camino que queda es el mismo que ha seguido siempre, porque las frustraciones vitales no se personifican en el otro; pertenecen a quien es en exclusiva su dueño. También Maqroll el Gaviero escribe en un papel usado a la tenue luz de una candela; el pensamiento anida en el gris oscuro de una oquedad, en aquella donde empiezan y terminan las empresas y tribulaciones del aventurero personaje de Álvaro Mutis: «Los gavilanes que gritan sobre los precipicios y giran buscando su presa son la única imagen que se me ocurre para evocar a los hombres que juzgan, legislan y gobiernan». Me acabo de percatar que hace un tiempo que he caído en sus redes.