La guarnición del castillo de If ha disparado una salva de alarma. En todo el archipiélago e incluso mar adentro se ha podido escuchar la detonación, señal inequívoca de algo inaudito: un preso se ha fugado. Ese mismo día los integrantes de la tripulación de un barco dedicado a dudosos menesteres han rescatado de entre los restos de otra embarcación semihundida a alguien que suponen un náufrago; es, pero no lo saben, un nuevo Moisés salvado de las aguas, evadido de entre los gruesos muros de piedra de la prisión de If, esa pirámide moderna para confinar en ella a todos aquellos cuyos nombres ya han sido borrados del libro de los vivientes, pero que han quedado en el espacio vacío y oscuro que hay entre este mundo y el otro sin ser parte de ninguno de las dos. Juntos componen una extraña legión de muertos en vida.

Años atrás el mundo conoció al náufrago por Edmond Dantès, en su nombre ya había divinas resonancias con la humana comedia que había de vivir; anticipaba como en un oráculo pronunciado el día de su bautismo el viaje a los infiernos, a las profundidades de la muerte, y cómo estaba destinado a ver con sus ojos humanos las lúgubres regiones de las que no regresa viajero alguno, pero había de hacerlo mientras aún estaba con vida. Justo y bueno, joven e inocente, fue antes que un férreo Moisés portavoz del vengador Yahvé, un nuevo José, hijo de Jacob, que debía descender al país de Egipto y a sus prisiones, al país de los muertos, traicionado por aquellos a los que amaba o en los que confiaba. Allá, en el país lóbrego y oscuro, debía sufrir su propia iniciación en los misterios de la muerte. Y así fue cómo la rebeldía ante la injusticia, la incredulidad ante un suceso carente de explicación le arrancaban del pecho pedazos del corazón que estallaban en medio de la ira.

El joven Dantès, nacido para surcar los mares como Simbad el Marino, último capitán del barco Faraón, no debería estar ahí. No es lugar para él, pero ¿qué ha ocurrido? ¿por qué nadie quiere responder? Ante la muerte solo cabe el silencio, entonces ¿está muerto? En efecto, parece estarlo, pues pese a todos sus intentos por razonar, por hablar con los carceleros, por escamotear algún tipo de explicación, nada obtiene. Y el joven Dantès se hunde en el abismo del olvido, cae en una cárcel aún mayor que la de If, queda atrapado en la prisión de su propio corazón en ruinas, recluso por entre los aposentos desvencijados y llenos de telarañas que conforman su alma.

Quizá pueda morir así, morir de verdad, negándose a tomar alimento, permitiendo que la memoria vaya borrándose poco a poco bajo el peso asfixiante de estrechos muros de piedra; asumiendo que los ojos se debilitan ante la falta de luz. Es la hora de máxima depresión, del abandono total de uno mismo, es la hora en la que ni siquiera resulta posible elevar un grito desesperado desde las profundidades del alma a Dios, porque quizá ni siquiera exista Dios y el mundo desde luego parece vacío, presidido por la Nada Omnipotente.

Pero no hay Dante sin Virgilio y el infierno ha de cruzarse con ayuda que llega de las manos de otro recluso en aquellos muros. Un hombre sabio, un abad llamado Faria, será el guía de aquellos sepulcros. Su voz despierta a Dantès, como Cristo despertó a Lázaro, y le lleva a la plácida llanura de la resignación, de la asunción del propio destino. La calma de la aceptación viene acompañada con la plena comprensión y revelación de las razones, personas y circunstancias que condujeron al desgraciado Dantès a ser enterrado con vida en If. Faria se las ha revelado a través de un elemental ejercicio de reflexión y dialéctica, como quien hace exégesis del relato que contara la vida de un muerto.

Al mismo tiempo, cobra vigor la esperanza en la salvación por la fuga. La historia por todos conocida nos recuerda cómo el preso antes llamado Dantès se evadió de la prisión y nació a una nueva vida valiéndose de la muerte inevitable de su querido y enfermo maestro Faria, saliendo de la sábana que como sudario lo envolvía tras ser arrojado desde los muros de la prisión al mar, tras haber cambiado su identidad con el difunto en un juego de espejos y usurpaciones al que había de recurrir más de una vez de entonces en adelante.

Su reclusión, su condena, fue una muerte simbólica y su fuga una resurrección y una transfiguración. Ahora, salvado de las aguas, este Moisés que aún no ha elegido nuevo nombre para moverse por el mundo, ha decido ser ángel vengador de Yahvé; libre de muros y cadenas, el rencor y la herida abierta de una afrenta han dado nuevas alas, no a su sed de justicia, sino de venganza. Quién sea este prófugo y cómo se haya de llamar, no lo sabemos. De momento, llorad por el buen Edmond Dantès, que murió en If.