No es que llueva a menudo en Cartagena, pero el pasado martes sí cayó una pequeña tromba sobre la ciudad. Aún es menos habitual ver salir el arcoíris, yo al menos no recuerdo la última vez que ocurrió, pero ese mismo martes, a última hora de la tarde, tras la pequeña tempestad, llegó la calma y pudimos vislumbrar ese maravilloso arco colorido y luminoso que tanto nos asombra y que, en estos días, se despliega como una halo de esperanza, como un mensaje celestial que se impone sobre un periodo demasiados gris, que todos queremos que termine cuanto antes.

El arcoíris se ha convertido en uno más de los símbolos a los que nos agarramos para acabar con esta horrible pandemia. Cuelga de los balcones y las ventanas de múltiples hogares en los que los niños nos muestran que las franjas de azul, verde, amarillo o violeta son mucho más gruesas que los perfiles oscuros que las delimitan. Quizá por eso, porque los pequeños derrochan energía e ilusión, hacen de avanzadilla en esta complicada desescalada que iniciaremos a partir del lunes y en la que nos aferramos a estas personas diminutas para que nos abran el camino hacia un nuevo mundo, que será el suyo.

La salida del arcoíris fue una oportuna metáfora para una jornada oscura en la que, primero, anunciaron que los niños menores de catorce años podrían salir a pasear; después, el Consejo de Ministros aprobó el disparate de que nada de paseos y que los niños sólo podrían acompañar a sus padres a hacer recados; por último, rectificaron y volvieron a consentir las escapadas a la calle, con las preceptivas y comprensibles limitaciones. En ese mismo instante, una enorme curva de colores se dibujó sobre el cielo de Cartagena, como si el reflejo de los carteles que los niños colorearon en sus escritorios se trasladara al firmamento para aplaudir que, en unos días, podrían empezar a volver a ser libres.

Las tinieblas no se han marchado, las incertidumbres y las dudas, los miedos y la ansiedad, la inquietud y los momentos de pánico siguen ahí, pero es un soplo de aire fresco para nuestro cuerpo y también para nuestro espíritu ver que se dan los primeros pasos hacia el fin de esta tragedia, aunque sean inestables y temblorosos, aunque sepamos que podemos tropezar, pero también que insistiremos en levantarnos.

El panorama actual es desolador. Por mucho que haya descendido el número de muertos diarios, me reitero en mi negativa a abordar ese descenso estadístico como una noticia alentadora. Tampoco es precisamente prometedor el futuro inmediato que nos espera cuando nos echemos a la calle, como lo refleja que uno de cada cuatro cartageneros a los que asiste el nuevo operativo social de emergencia habilitado por nuestro Ayuntamiento ha solicitado ayuda por primera vez.

Es evidente que vienen curvas muy difíciles de transitar, por las que no se circula con palabras bonitas y para las que los volantazos que están dando quienes nos conducen nos sitúan sobre un fino hilo desde el que nos podemos asomar al acantilado. Necesitamos a nuestros mejores pilotos, a los más preparados y entrenados, que cuenten con un equipo de profesionales detrás que arroje luz, contundencia y seguridad sobre los ciudadanos, que bastante tenemos con tirar de paciencia para aguantar encarcelados este lamentable espectáculo. Esos organismos que tanto gustan de hacer listas y clasificaciones sitúan a nuestro país en el vergonzoso último puesto en la gestión de esta crisis, la mayor que recordamos los vivos, porque para los más de 22.000 fallecidos (y subiendo) ha sido su final, al menos en este mundo.

Todo es demasiado oscuro, demasiado tenebroso, demasiado dantesco. Y no deberíamos acostumbrarnos a la letanía de horripilantes estadísticas del parte diario de esta inesperada guerra contra un mísero y diabólico bicho. Afortunadamente, contamos con esos locos bajitos que, con su alegría, su entusiasmo, su sencillez y su inocente humildad, nos conducen hacia su arcoíris y nos abren la puerta de ese futuro tan oscuro que nos cantaba Antonio Molina. En pocas horas, podremos salir a pasear con ellos de la mano, a la que nos aferraremos fuerte con la confianza de que esto les servirá para no perder esa alma colorida con la que nos iluminan. Para que, cuando ellos sean los adultos y nosotros los ancianos del mañana, no cometan nuestros mismos errores, pongan todos sus medios para no dejarnos solos y apartados de nuestros nietos, no permitan que nos entierren como números en serie, sin despedidas ni abrazos, no nos descarten de forma automática para salvar otra vida. No se dejen vencer por la muerte. Y sigan pintando arcoíris.