La única abuela que he conocido nunca se acostumbró al pan integral que poníamos sobre la mesa. Lo rechazaba y solo quería comer pan blanco. La escasez vivida durante los tres años de guerra civil y la larga posguerra le traían recuerdos del pan negro que alimentaba un hambre de infancia y juventud que le acompañó toda su vida. No se recreaba en ello, pero si tenía oportunidad escogía todo aquello de lo que careció en ese tiempo de silencio y esfuerzo continuo en salir adelante. Si hubiera vivido esta época de pandemia estoy seguro de que la hubiera llevado con dignidad y valentía. Como lo ha hecho su generación, golpeada especialmente por un virus darwinista que castiga con más fuerza a los grupos humanos y clases sociales más vulnerables. Es esa generación que va a tener dificultad para compartir y contrastar su experiencia con la que atesoran los niños y jóvenes de hoy, quienes están viviendo el confinamiento con más seriedad y compromiso que muchos adultos.

A medida que crecemos pasamos página de nuestra infancia. En la mayoría de las ocasiones borramos aquellos recuerdos que asociamos a experiencias traumáticas, dolorosas, de sufrimiento. Conflictos que no fueron capaces de resolver nuestros padres asoman tarde o temprano en el nuevo escenario que nos toca vivir. Carencias y frustraciones de la biografía de cada uno pueden repetirse o, una vez sanadas, dejar paso a una nueva aventura. Nuestros niños van a poder salir a la calle a partir de ahora al menos una hora al día. Bienvenida sea esta medida. Ellos han tratado de entender que algo grave sucedía en su pequeño mundo puesto que han sido testigos del ruido que hemos provocado muchos de sus mayores, enfrentados a una búsqueda de querer llevar la razón por encima de todo.

¿Tan difícil resulta volver la mirada a la infancia y ponerse en el lugar de los más pequeños para dejar de lado las batallas que separan a la clase política, sin ir más lejos, incapaz de poder alcanzar acuerdos como le estamos pidiendo la mayoría de la ciudadanía? ¿Es ese el ejemplo que queremos que sigan a la hora de resolver sus conflictos entre hermanos, con los compañeros de clase, de juegos o de actividades deportivas? Todos fuimos niños un día. Tuvimos un sueño, idolatramos a nuestros hermanos mayores o a nuestro padres y buscamos la complicidad de los abuelos, aquellos que nos permitían lo que los progenitores nos vetaban. Si no somos capaces de ponernos en lugar del otro, hagámoslo por lo menos intentando situarnos desde su perspectiva.

La vulnerabilidad de esta infancia que vuelve a la calle, aunque sea por un rato, es la misma que en nuestro planeta sufre con especial intensidad los efectos del Covid-19. Son quienes están 'al sur de la cuarentena', como afirma el científico social portugués Boaventura de Sousa Santos: las mujeres, las personas trabajadoras precarias e informales, los trabajadores de la calle, las personas sintecho, las que habitan en las periferias empobrecidas de las ciudades, la gente anciana, la que se encuentra confinada en los campos de refugiados y refugiadas, las personas inmigrantes sin papeles, las poblaciones desplazadas internamente, las encarceladas, las discapacitadas, las comunidades minoritarias, en suma.

Mirar con los ojos de niño también tiene que ver con el camino que nos viene por delante. Un recorrido que tendremos que hacer unidos, asumiendo los riesgos y los atajos de quienes buscarán salvarse a sí mismos frente a lo colectivo. Lo que se presenta será una escuela de vida en la que curtirse desde la responsabilidad y el sentido de pertenencia a la especie humana en un planeta que no puede dejar tirados a los más débiles. Entre ellos, a los niños y a las niñas.