Isaak Babel había publicado un libro que no encajaba con el relato de la Revolución que preferían las autoridades soviéticas. Estaba considerado uno de los nuevos talentos de la literatura rusa, pero tenía una peligrosa tendencia a escribir lo que le daba la gana. En 1934 tomó la palabra en el Primer Congreso de Escritores. Tras las obligadas declaraciones de lealtad al Estado y bajo la ortodoxia de su discurso se podía intuir la intención oculta de defender la libertad como condición de cualquier expresión artística o intelectual. «Todo lo que tenemos», dijo, «nos ha sido dado por el partido y el gobierno; un solo derecho nos falta, el derecho a escribir mal».

El derecho a escribir mal. Qué desesperada ironía en sus palabras, cuya necesidad de decirlas define a toda una época y a un forma de entender la política. En una democracia esa reclamación no se concibe porque forma parte de su esencia la libertad de equivocarse, de discrepar, de mentir, de engañar. Pero en el mundo de Babel, su discurso era toda una impugnación del sistema comunista, donde todo artista tiene el derecho de crear libremente, siempre que se deje orientar y corregir por el Estado cuando se desvía de la Verdad.

Lo que diferencia a una democracia liberal de un sistema totalitario es, en primer lugar, el respeto a la pluralidad de formas de entender las cosas, pensarlas, interpretarlas, contarlas a partir de la aceptación de que nadie está en posesión de la verdad. Y en segundo lugar, la convicción de que es más peligrosa la verdad en manos del Gobierno que la mentira en boca de los individuos. Lo que nos diferencia de los regímenes autoritarios es que la difusión de bulos no puede considerarse un delito de alta traición, ni siquiera los que proceden del Gobierno.

Todo lo que pasó en la rueda de prensa del otro día, tras la polémica por la orden de perseguir la crítica al Gobierno, dio miedo. El jefe militar ocultó los hechos y negó lo que había dicho con una arenga llena de grandes palabras. El secretario de Estado censuró las preguntas de los periodistas. El jefe de coordinación llegó a decir que es indecente atacarles por cometer fallos. Cuando el general terminó su discurso hubo un instante de silencio que se rompió con los aplausos de sus compañeros. Ante un auditorio de sillas vacías los aplausos parecían rebotar en las paredes y caer al suelo de cualquier manera. Los micrófonos distorsionaban de tal manera el ruido que nunca unos aplausos han sonado más artificiales y tenebrosamente ausentes de calor humano. No habrá bulo más destructivo que ese.