Las calles completamente vacías de Murcia, de todas las ciudades, tienen una belleza estética que es en el fondo ética. La naturaleza vuelve a resplandecer estos días de cuarentena, pero liberada de la presión humana, también la ciudad parece que quiere decirnos algo. Si uno pone atención, se escucha. Es como un susurro que une las calles que sufríamos hace unas semanas con las calles y las plazas que soñamos. El hilo de Ariadna que puede sacarnos del presente continuo en el que vivíamos antes del confinamiento.

Yo también, todos ustedes, tenemos memoria de otra ciudad, de otra Murcia, que no es la que cada día se empeña en una continua huida hacia adelante. Esa ciudad, de hace cuánto, ¿veinte, veinticinco años? Vamos a dejarlo ahí. En esa Murcia de mi memoria rompíamos el cascarón familiar a base de bandas callejeras a medio camino entre la militancia y la pendencia. Vivíamos de descubrimientos y borracheras y amores, y tanta poesía como arrogancia. Esa ciudad estaba hecha de discusiones hasta las tantas de la mañana entre todas las facciones de la izquierda habidas y por haber, de conciertos, de películas independientes que creíamos que nadie había visto, de libros que casi nadie había leído pero todos criticábamos. Tal vez para ustedes Murcia fuera una ciudad distinta, pero estoy hablando de algo que compartimos: ese momento en el que todos empezábamos a ser lo que hemos acabado siendo.

La lista de bares que se quedaron por el camino es larga, y empieza a crecer la de amigos. A menudo, paseo por las calles de la ciudad actual y tengo la sensación de que me he perdido, me siento huérfano, no la reconozco. No se trata de un malentendido o una broma. No es una pequeña confusión que una vez aclarada devolverá las cosas a la normalidad. Es algo que no tiene vuelta a atrás. Es el tiempo, y la historia, que le han pasado a Murcia por encima.

Murcia no era entonces un lugar en el que todo el mundo iba siempre vestido como para una boda, no era una ciudad con pobres durmiendo en la calle, ni con la peor calidad de aire de Europa. Murcia no era la ciudad con más casas de apuestas de España, casino de lujo low cost incluido. No era un cementerio marino. Y tampoco era un lugar en el que se odiara a los extranjeros; no era el bastión de la ultraderecha, ni empezaba aquí ninguna reconquista. Murcia no era el escenario nacional del chiste.

Hay un momento en la vida en que el espejo ya no refleja tu imagen, refleja tu edad. Un momento en el que ya no puedes acariciar la superficie lisa de las cosas, porque tu piel es rugosa. A partir de ese momento ya no paseas por las calles de una ciudad sino por los surcos de la memoria. Es el momento en el que la luz del presente ya no te ciega. El momento que podemos vislumbrar el pasado en las calles vacías de Murcia, y esas calles susurran cosas. En esta penumbra del tiempo que la cuarentena nos ha regalado, las calles vacías de Murcia susurran que esta ciudad era antes otra cosa; más humilde si quieren, más discreta, menos bulliciosa. Mejor. Y que puede volver a serlo. Si uno pone atención, se puede escuchar el silencio de las calles que susurra: Murcia no era esto.