En poco más de tres meses se cumplirán diez años de la muerte de Roberto Cantoral, el compositor mexicano de canciones como El preso número 9 o El reloj. De entre las más conocidas me quedo con La barca, aquella que, en sus primeras líneas, parece que podamos encontrar una declaración de principios kantiana: «Dicen que la distancia es el olvido, / pero yo no concibo esta razón». Porque distancia y olvido no necesariamente tienen que ir unidas. De hecho, circunstancias como las actuales provocan a menudo el incentivo de los recuerdos, de mirar atrás, inmortalizar o, simplemente, no echar en saco roto las experiencias vividas. No distanciar el trecho que existe entre las personas, entre las relaciones que establecemos los mortales en situaciones como estas. Distancia, por tanto, iría en este caso más ligada a un alejamiento físico que a una ruptura emocional de los vínculos que se establecen entre seres humanos.

La separación obligada que ha provocado este confinamiento ha puesto en juego la capacidad de resistencia para sobrellevar una realidad como la que nos ha tocado vivir. Realidad a la que, por otra parte, dicen que debemos acostumbrarnos, porque este mundo de los virus es así de jodido. Es más que seguro que este apartamiento tiene consecuencias en los lazos que establecemos de forma cotidiana en otros contextos de normalidad. Todos podemos aportar, ciertamente, las experiencias vividas, bien como hijos separados de los padres, nietos de los abuelos, esposos del otro cónyuge, novios vinculados con diferentes gradaciones, como feligreses de sus párrocos y viceversa, pacientes de sus doctores, alumnado del profesorado y hasta el toxicómano de su camello habitual.

La periodista, escritora y amiga Mari Ángeles López Romero ha permanecido treinta días aislada en una habitación de su casa. Una separación que rompió el pasado sábado y que trató de vivir con una liturgia especial para el reencuentro con los suyos, con su marido y sus hijos, ya que como ella misma afirma, «somos seres rituales que necesitamos distinguir la rutina de lo excepcional o lo importante con cierta solemnidad». A otra amiga la pillo a veces llorando cuando la llamo por teléfono porque sabe que uno de sus hijos, aquejado de una enfermedad mental, lo está pasando mal. Es lo que tiene la falta de contacto físico. A veces quedan a una hora para verse a distancia en un supermercado y trata de aceptar la realidad tal y como viene. No a resignarse. Es una aceptación activa y, de momento, le sirve de consuelo.

En ocasiones la distancia se experimenta incluso a golpe de encuentro, esto es, aunque la cercanía presida prácticamente todos y cada uno de los momentos del reloj o del calendario. Cuántas veces notamos la ausencia de personas que viven a nuestro lado, una rutina en la que no se precisa de espacio físico, sino que es sencillo constatar que el viaje hacia la indiferencia acaba de empezar. Ahí es donde el olvido puede empezar a aparecer en escena, donde la memoria o los tenues recuerdos de lo vivido actúan como desencadenantes para comprobar hasta qué punto estamos dispuestos a jugarnos el presente y el futuro. De todas formas, ya saben que, frente a la distancia y el olvido, siempre nos quedará seguir siendo el cautivo de los caprichos del corazón. Y cuando hablamos del corazón, ay, ya entra en juego ese animal indomable en tiempos de tribulación.