Tengo 16 años y estoy a punto de cometer una estupidez. Lo sé, se supone que esta es la edad ideal para cometer estupideces, pero la verdad es que, según observo cada día, lo de cometer estupideces no está determinado por el año de nacimiento.

Odio la lluvia y ha llovido con fuerza todo el día y, por lo que parece, toda la noche. Siempre me duele la cabeza cuando esto sucede y siempre se me viene a la misma aquella primera vez. Bueno, la primera a la que asistí de una manera consciente. Aquella noche también diluviaba.

Me había levantado de madrugada a buscar un vaso de agua a la cocina. Tendría yo poco más de cuatro años. Me subía en un pequeño taburete de plástico verde, que me ayudaba a alcanzar un vaso del mismo material e igual color que mi madre dejaba en la encimera junto al fregador porque ya me conocía y ella no podía atenderme por la noche. Una de tantas prohibiciones que marcaban su día a día.

Cuando tienes cuatro años, un pasillo de tres metros a oscuras puede medir tres kilómetros perfectamente. Yo sabía que no debía encender luces ni hacer ruido. Los ojos se me acostrumbraban rápidamente a la penumbra y agradecían la luz del baño, que quedaba prendida toda la noche. A la altura del dormitorio de mis padres, oí ruidos que no identificaba pero que me revolvieron la tripa y me hicieron asomarme por la rendija de la puerta entreabierta, olvidarme de la sed y hacerme pipí encima. Regresé a mi cama, mojado y sin beber agua y con una imagen en mi cabeza que no me ha abandonado en mis doce años siguientes, a pesar de que otras muchas similares he presenciado después.

Mis amigos, la gente de las redes, los vecinos, mis familiares no paran de lamentarse por el encierro y tal, y a mí lo que me está matando, lo que me tortura cada día es el pánico a levantarme uno de estos y encontrármela a ella o a alguno de mis hermanos muertos. No, no me importa que esa mala bestia me mate a mí.

Tengo la mala leche de mi padre y la fragilidad de mi madre. No tengo fuerza física, pero mi padre aún no ha conseguido aplacar mi rebeldía ni hacerme perder perspectiva respecto a la realidad, a lo que está bien o mal o a lo que es culpa mía o no. Me gustaría decir que no la culpo a ella, que no reprocho su cobardía, pero lo hago. Me jode, pero lo hago. Sé que está atrapada, sé que es una víctima, pero aún así no me explico que no haya tenido los santos ovarios de agarrarnos a mis hermanos y a mí y salir zumbando. Lo sé, mis abuelos no la creerían, los amigos comunes desconfiarían de ella, la llamarían exagerada e incluso, podrían pensar que se lo ha buscado, que lo ha consentido, que lo tiene merecido.

Mi madre está muerta de miedo o quizá ya ni siente ni padece. Solo vive para complacerlo a él y a ese desgraciado, querida mamá, no hay quien lo complazca: ni tú, mamá, ni los gemelos, sus pequeños, como le gusta llamarlos delante de amigos y familiares, ni yo. Es un energúmeno, un hombre encantador en la calle, educado y correcto, de los que abre la puerta del ascensor y la sujeta hasta que entran todos, de los que todo lo sabe y de los que nos hace vivir un puto infierno en casa.

Imaginaos el confinamiento que estamos putoviviendo. Él es el único que sale, el que hace las compras, el que decide todos y cada uno de nuestros movimientos, el que pasea al perro y el que más aplaude a las ocho y pone a tope el Resistiré. ¿Resistirás a qué, hijo de puta? Está pletórico de tener el control absoluto más que nunca. Para nuestra desgracia, su trabajo no es esencial y lo tenemos todo el puto día como un guardián vigilante en casa.

Antes de que se declarara el estado de alarma, yo había hecho un pedido por internet. Elegí la franja horaria de entrega coincidente con la jornada laboral del impresentable que me dio la vida y me la quita, nos la quita, cada día. Escondí el pedido más aún que mis intenciones.

Ella está atrapada. Ella es incapaz de dejarlo. Ni por ella ni por mis hermanos ni por mí, no lo hará nunca. Observo cómo se le abren los ojitos cuando escucha comentarios que niegan la violencia que ella sufre cada minuto desde no se sabe cuándo. No tiene fuerzas. No tiene voluntad. No tiene apoyo. No tiene herramientas.

Ha sido fácil rellenar la botella de vino de mi padre con el somnífero. Él tenía un día bueno e invitó a mi madre a varias copas durante la cena. Se han acabado la botella entre los dos.

Bueno, de todas formas no la había incluído en mis planes. Sé que ella no se atrevería. Mi madre ya está muerta aunque su corazón aún lata.

He recorrido una vez más ese pasillo de madrugada, me he asomado a la rendija de los horrores y comprobado que ambos duermen profundamente. He cogido a los gemelos, metidos en sus pijamas de superhéroes, uno en cada brazo. Las llaves del coche queman en mi bolsillo. No llevamos ningún equipaje. Salimos sin cerrar la puerta, no puedo hacerlo con ellos en brazos. Bajo hasta el garaje y mi corazón suena como un tambor. Dejo a los gemelos en el suelo, se ponen de pie medio zombies, abro la puerta del coche y los acomodo en sus sillitas. Me subo en el asiento del piloto, miro el retrovisor con pánico a ser descubiertos y abandonamos lentamente el edificio.

Conduzco kilómetros sin carnet y sin ser descubierto. Estoy deseando que me pare la Policía. Estoy deseando que una vida mejor sea posible para mí, para mis hermanos, para mi madre. Menuda estupidez, ¿no?