Uno de los peores momentos que paso durante estos días de confinamiento es cuando accedo a Twitter, una de las redes sociales en las que trato de nutrirme de información. Lo paso fatal, tontamente, ya lo sé, porque no tendría que dejarme afectar por lo que veo y leo, pero debe de ser que aún no poseo la suficiente inteligencia emocional como para pasar el trago. Todo el mundo pontifica sobre lo divino y lo humano. Se insulta, se desprecia, se desacredita a quien no coincide con las posiciones del respetable titular de la cuenta (o cuentas) y se vierten calificativos de todo tipo. Un día se mantiene una posición y otro día la otra, porque ya saben ustedes que estos son mis principios, y si hay que cambiarlos, pues se cambian, y aquí paz y después de gloria. Faltaría más.

La crítica constructiva brilla por su ausencia. Quizá es que esto ya no vende. Que ahora de lo que se trata es de ver quién expresa la última ocurrencia, la frase más llamativa, el insulto más original, la mentira más gorda para que tenga el mayor número de réplicas, ya sea en forma de retuits, comentarios o me gusta. Y si salta la historia a los medios de comunicación tradicionales, mejor que mejor. Así se alimentan los egos del protagonista de la burrada más grande. Aquí no se libra nadie, ya sea periodista, escritor, político, aspirante a vocero, feminista pro, ultra, docente universitario, estudiante, parado, madre o padre de familia, parados y paradas, cantautores, funcionarios interinos o de carrera, pintores, artistas, oficios varios, empresarios, sindicalistas, autónomos, sanitarios, asesores€ Quita, quita, que aquí cabe todo el mundo, incluso ese oscuro que anida en la Internet que no se ve, la que utiliza cuentas falsas, la de las máquinas reproductoras de suciedad.

No hablemos ya de otras redes como Facebook, donde las noticias falsas, los montajes sin desperdicio, los bulos y memes, vídeos de testimonios de supuestos expertos en la materia y otras zarandajas por el estilo abundan por doquier y nos entretienen. Cada uno establece su particular filtro acerca de lo que quiere oír, ver, leer o escuchar. Que, además, coincide con sus puntos de vista previos. De eso se trata, de colocar los prejuicios al frente de todo como si fuera la verdad más verdadera. La fe más absoluta. Y no digamos nada de los grupos de whatsapp, donde cada mensaje y reenvío parece que los carga el diablo. ¡Qué fácil es hacer daño! ¡Cuánto desahogo! ¡Y cuánto ingeniero suelto hay por ahí! como afirma la abuela de un amigo.

No sé si serán cosas de la edad o que la reclusión también me ha llevado a alcanzar un tope en el nivel de tonterías que estoy dispuesto a soportar, pero creo que se ha perdido el temor de Dios en cuanto a la pérdida del sentido de la realidad. ¿Tan difícil resulta contar hasta diez antes de lanzar un exabrupto al mundo mundial? ¿Es tan necesario alimentar el ego como para no ser capaces de contenerse un poco y practicar la abstinencia digital?

Es tiempo para la recogida de basura en las redes y no sacar los desperdicios de nuevo a la calle virtual hasta que se clarifique el temporal de la pandemia. Y cuanta mayor visibilidad, más responsabilidad.

Es una invitación colectiva a la que quien esto escribe se apunta ya.