Hemos acabado el día con la noticia de que los niños podrán ir abandonando el confinamiento de forma escalonada. Quienes tenemos los hijos ya de una cierta edad, más madura, se entiende, hemos intentado ponernos en la piel de aquellas parejas, padres y madres, madre o padre a secas, abuelo o abuela, tíos o tías€ que han tenido que ingeniárselas para mantener una convivencia saludable con gente menuda a bordo. Hay amigos que cuentan que ahora se han percatado dónde deben de estar las prioridades de una casa, de un hogar€ para hacer la vida más sencilla. Como también conceder importancia a los diferentes espacios, los propios y los comunes. Y ya para poner la guinda, cómo abordar el ocio entre cuatro paredes al margen de las pantallas, los vídeos de YouTube, la videoconsola o los juegos descargados en el teléfono móvil. O mejor, contando con todos esos elementos, pero sin convertirlos en la única tabla de salvación de salida posible.

La escritora y amiga María José Bataller confesaba hace unos días su identificación con el propósito de respetar al otro y no sembrar cizaña en medio de este escenario. ¿Y cómo lo hacía? Pues la respuesta la obtuvo de parte de otra amiga suya del cole: le había agradecido el envío de un montaje de fotos «por crear un momento entrañable». De eso se trata. De crear momentos entrañables que, en este contexto, cobran un significado especial.

Me explico. No sé si le habrá pasado a usted, pero cuando vivimos una situación muy dura, por ejemplo, la muerte de un ser querido, un padre, una madre, un hermano, un amigo íntimo€ se despierta en nosotros un sensor tan especial, que somos capaces de recordar quién estuvo a nuestro lado en esos instantes y a quién echamos de menos. A mí me ocurrió con la muerte de mi padre y un hermano en el corto período de cuatro meses. Han transcurrido casi tres décadas de aquellos momentos y aún guardo las imágenes de quién se hizo presente y quién no. No me considero una persona rencorosa. Sí tengo buena memoria. Pero sin saber exactamente por qué, todavía soy capaz de poder enumerar las palabras, las caricias, los besos y las miradas de quienes eché en falta. Por supuesto, conservo en la retina a quienes no se cortaron un pelo y se acercaron, más tarde o más temprano, a practicar el consuelo que, por regla general, suele ser mutuo.

Aprendí de esas circunstancias que siempre hay que pecar por exceso que, por defecto, cuando sabemos que alguien lo está pasando mal. Que es preferible preguntar a dar por supuesto algo que no sabemos con certeza que se esté produciendo. A veces también he fallado yo, seguro, pero creo que no de una manera consciente.

De ahí que la creación de esos momentos entrañables debería de ser la tarea diaria en nuestra jornada de confinamiento. Escribirla en la puerta del frigorífico. Y por la noche, cuando vayamos a tomarnos ese vaso de leche caliente o esa infusión relajante, comprobar si lo hemos creado o no. Esa llamada, esas palabras, esa petición de perdón, esa caricia (aunque sea virtual), esas letras o esa grabación para compartirla con alguien que esté más cerca o más lejos.

Con un objetivo claro: que no se nos quede nada en el tintero de la vida. De lo que puedo haber hecho y lo que no fue. Para que la memoria descanse en paz.