Buscan en los periódicos novelas del confinamiento, y hallan desde La Montaña Mágica de Thomas Mann a La metamorfosis de Kafka. Un amigo de Gabriel García Márquez, y también admirador suyo, me dijo antier que como homenaje al extraordinario fabulista, de cuya muerte se acaban de cumplir los seis años, iba a volver a leer Cien años de soledad. En este tiempo de soledad en los interiores, cuando no podemos salir a la calle ni recibir visitas, encerrados en casa con nuestros libros o, lo que es más complejo de resolver, con nuestra propia incertidumbre de vivir, le dije que era mejor que leyera otra vez, porque seguro que ya la había leído, esa obra maestra que se titula El coronel no tiene quien le escriba. Como no es un amigo que se aferre a sus propias decisiones me respondió algo que no resulta habitual en una conversación: «Pues tienes razón, voy a volver a leer esa novela».

Durante años Gabriel García Márquez fue el protagonista de ese relato. Viajó sin dinero, lo buscó de cualquier manera, mientras escribía el libro que más gloria le dio. Estaba confinado con su mujer, con sus hijos aún muy pequeños, y con una historia, la de Macondo, que ya había estado en algunos de sus libros, pero que ahora se agrandaba como una gran fábula cuya raíz era la finca de un pueblo cercano a Aracataca, donde nació el novelista. En esa penuria en la que vivió, García Márquez sufrió en propia piel las vicisitudes de aquel coronel retirado que esperaba su pensión en un lugar apartado, adonde el correo venía de relance. La discusión familiar sobre lo que comerían el coronel y su mujer si no llegaba la carta es ejemplar, esencial, perfecta. En un estilo que despoja a la literatura de toda fantasía o artificio, escueto como la economía del militar triste, García Márquez va trazando el esqueleto, el hueso, en que se convierte el lenguaje del coronel abandonado.

En ese confinamiento se vive una tragedia que choca con la dignidad del hombre, no tan solo con el honor íntimo del militar. Y las palabras finales son como una sentencia, uno de los finales más exactos, escuetos, elípticos, que tiene la novela hispanoamericana del siglo XX. Como es posible que no todos, jóvenes o viejos, hayan leído ya ese hermosísimo libro, les dejo la sorpresa para sus casas, si ya tienen el volumen, o para buscarlo en librerías en cuanto estos gloriosos establecimientos abran de nuevo sus puertas.

Todavía había personas que esperaban cartas en mi adolescencia remota. Mi madre, que vivió hasta 1981, recibía cartas de Venezuela, por ejemplo, desde donde le venían no sólo novedades de los familiares que teníamos allí. No sólo venían novedades, sino giros postales, con los que ella restaños heridas económicas que formaban parte de la penuria cotidiana. A veces venían cartas de los amigos suecos que alegraron el barrio y a los que mi madre quiso mucho. Cuando ya tuve uso de razón periodística me hice suscriptor del diario Pueblo, que el cartero Manolo me traía con una puntualidad salvadora, pues que llegara un periódico a casa era como si viniera la luz a verme. Luego fui ya quien escribió las cartas. Gracias a una de esas cartas, que me mandó una chica peninsular a través de los intercambios que propiciaba entre adolescentes una revista nacional, pude recordar su dirección y, muchísimos años más tarde, ayudarla a salir de una situación personal complicada. Y es que yo había memorizado aquella dirección, la primera que escribí en mi vida.

Dice Alfredo Bryce Echenique en su novela La amigdalitis de Tarzán: «Éramos mejores por carta». Lo éramos. El coronel de García Márquez ahora no tendría quien le llevara las cartas, o esa carta única que iba a salvarle la vida, y que no llegaba, y que no llegaba, como la letra fatídica de un tango triste. Las cartas fueron, en épocas que ya van siendo pretéritas, certificados inolvidables de nuestros afectos, el nervioso papel sobre el que se escribe en medio de una angustia inmensa o de una felicidad insoslayable, y que se lee como un disparo o como un abrazo infinito que nos salva de la desgracia, el desamparo o la ruina. Esas sensaciones ya no se producen por carta; hay otros sistemas, inmediatos, generalmente nada afectivos, que se producen a través de los elementos automáticos de la telefonía más moderna o por los sistemas sin dilación que han inventado las impresionantes empresas cibernéticas.

Éramos mejores por carta porque eran cartas. Ahora ya no hay cartas, un día no habrá ni servicio de correos tal como lo hemos conocido; el viejo coronel no tendría, en el mundo futuro, quien le lleve la carta que está esperando. Él estará, como yo cuando estoy solo y no me responde ni dios, ante el ordenador, en un remoto lugar de las islas, en Lobos, por ejemplo, esperando que el móvil o el ordenador arroje esperanza en forma de palabras, diciendo que aquello que tenía que ocurrir ha pasado y ha sido una buena noticia.

También existe la posibilidad de que pase el tiempo y esta noticia no venga ni por carta ni por línea, y entonces ni siquiera tendremos la posibilidad de decirle a quien nos acompañe en la misma incertidumbre lo que el coronel de García Márquez le contestó a su compañera en la línea final de ese impresionante relato de un confinamiento.