La vida no se detiene, pese al coronavirus. Eso sí, en esta ocasión los recién nacidos llegan al mundo en contextos un tanto más extraños y donde la alegría es contenida por la pena de no poder compartirse. Los abuelos, los mismos que habitualmente hacen más llevadera la carga a los progenitores compartiéndola, están siendo, sin duda, los más perjudicados. También desde el punto de vista emocional. Confinados, y en muchos casos solos, han sido condenados a vivir sin sus nietos. Y es que estos días apenas tenemos más vida que la que alcanzamos a ver desde nuestros balcones.

Precisamente así, de balcón a balcón, y en mi caso con la duda de si guardamos la distancia mínima de seguridad (pues es una calle estrecha por la que apenas circula un coche), hemos conocido una de estas nuevas vidas. La pequeña Carmen llegaba al mundo hace menos de un mes en medio del caos y el pánico desatado por este virus que ha atropellado nuestras existencias atacándolas en sus imperturbables rutinas. Su padres, Fran y Carmen, a los que tampoco tratábamos antes, la hacen partícipe cada tarde del aplauso a los profesionales que libran la batalla al Covid-19. Y así hemos sabido que vino al mundo con una mano delante y que tiene hoyuelos, que su papá quiere ser bombero y que su mami se compra cada año una pañoleta diferente para el Bando de la Huerta; a la par que hemos puesto nombre y rostro a aquellos que vivían tras los cristales. Tras esos cristales y tras muchos otros balcones y ventanas.

Pues si algo ha tenido esta pandemia es que está convirtiendo en familiares aquellos rostros que nos eran totalmente ajenos. En ocasiones, los veíamos cada día pero el vertiginoso ritmo al que nos sometemos nos impedía reparar en ellos. O, incluso, habiendo cruzado nuestras miradas desconocíamos lo que había detrás de éstas. Como Ana y su familia, los del segundo izquierda. Me solían auxiliar con el carrito del bebé en las escaleras, pero ahora, gracias a las charlas de barandilla, sé que también tuvo problemas para dar el pecho a su hija y que pese a que sus niños quieren otro hermanito, el padre no se ve «con fuerzas para empezar de nuevo». En el edificio de enfrente viven Isabel y su hermano Manolo. Ella sufre de dolores de cabeza que, a veces, le impiden salir a las ocho, pero tienen una terraza preciosa llena de plantas y flores. A Inés, la del segundo izquierda, ya la conocía, pero estos días hemos compartido cenas y comidas que nos dejamos a los pies de las respectivas puertas.

Todos ellos pasaban desapercibidos parar mí, igual que nosotros para ellos. Sin embargo, en estos momentos son los únicos rostros que ve mi pequeño además de los nuestros. Hemos cantado un montón de cumpleaños, por ejemplo al pequeño Julio (del bloque de enfrente), unos se han vestido de nazarenos, otros de huertanos, hay quien hace deporte en su terraza e incluso han tocado las castañuelas y repartido rosas en Domingo de Resurrección.

De balcón a balcón hay sentido de barrio más que nunca. Hemos vuelto al recuerdo que tenía de mi infancia del término vecino. Una vida que se compartía con las puertas abiertas y en largas noches de bonanza estival entre conversaciones vecinales. Pues si bien este maldito virus 'ha cerrado' nuestro día a día, nos ha hecho abrir 'los ojos de nuestras viviendas' para descubrir unas vidas que lates y bullen en cada ventana.