Desde mi terraza veo pasar el mundo. Observo los balcones y las terrazas de los edificios cercanos. Han cobrado vida en las últimas semanas puesto que, hasta ahora, solo se utilizaban para tender la ropa (las menos), salir a echar un cigarro a escondidas o un pequeño respiro. Ahora tienen mesas y sillas donde los niños hacen los deberes, se lee o se hace gimnasia. He visto en una, incluso, a una pareja cortarse el pelo mutuamente (uno detrás de otro, se entiende). En mi ciudad o colocas una sombrilla o un toldo, o la terraza queda para el entretiempo. El sol castiga, aunque hasta ahora el confinamiento se ha llevado con decoro, puesto que los días nublados y las lluvias han sido más numerosas que las jornadas soleadas.

En las terrazas se anda, se habla, se mira, se escucha, se aplaude, se ama. En las terrazas el tiempo cobra otro sentido que en el interior de la casa. En las terrazas se brinda, se grita, se hacen videollamadas, se imagina el tiempo pasado y se ansía el futuro. En las terrazas se escribe poesía, se reza, se juega y se divisa o imagina la vida de otros en terrazas y balcones, en viviendas silenciosas y en aquellas que no lo son tanto. En las terrazas vemos llegar las golondrinas que marcharon otro tiempo y hoy recuperan el nido que edificaron sobre el aplique y que ha aguantado todo el invierno. En las terrazas crece el enebro que te regalaron la pasada Navidad y hasta las flores de Pascua han agarrado un año más en la maceta que trasplantaste hace dos.

Desde la terraza diviso al fondo la capital e imagino la vida que deambula en sus barrios. En esos interiores de ballenas que son los bloques de viviendas. Conjeturo sobre lo que pasará por las mentes de los niños que llevan más de un mes entre cuatro paredes, o seis, u ocho. Qué recuerdos guardarán de esta experiencia. Qué dibujos esconderán en sus cuadernos. O qué habrán leído o visto durante las semanas en las que no salieron a la calle. Los pocos coches que llegan a mi pueblo, desde la capital, solo llevan a una persona que ha tenido que salir a la calle porque su actividad así se lo reclama.

Las losas de mi terraza empiezan a sufrir y sentir el desgaste de los paseos, de las idas y venidas, hasta sumar esas casi siete mil zancadas que alcanzan los seis kilómetros diarios del paseo matutino al monte que se repetía cada fin de semana. Escuchar En salvaje compañía de Manuel Rivas en formato de audiolibro ayuda mientras ando, pero no es lo mismo que sumergirte en sus páginas. No termino de acostumbrarme a que alguien me lea lo que soy capaz de sentir cuando recorro oraciones, diálogos, emociones€ plasmadas en un papel. Comprendo, sin embargo, que a personas como a mi amiga Justina, que ha perdido visión a causa de sus tratamientos, le sirva para seguir gozando de la lectura. Ella fue librera y compartió con centenares de lectores y lectoras los sueños que la literatura es capaz de ofrecer.

Las terrazas ya forman parte de nuestra nueva vida. Las diminutas y las más expansivas. Las que eran cuidadas y las que vivían en soledad su existencia. Las vacías o las ornadas de flores y plantas, de recuerdos.

Las terrazas son testigos privilegiados de este vulnerable tiempo.