Esta extraña situación que vivimos, inesperada por todos, pero anunciada día a día por las noticias que llegaban de China primero y de Italia después, está dejando al descubierto muchas características (buenas y malas) de nuestra sociedad que antes teníamos ocultas. Entre las primeras, la magnífica labor del personal sanitario, policial y militar que, junto con otros profesionales (abogados y funcionarios en servicio de guardia) hacen posible la continuidad de los servicios básicos. Entre las segundas, un Gobierno que no fue capaz de analizar las noticias e informes que le llegaron y de hacer frente con tiempo a la pandemia, ni está teniendo el arrojo que se esperaría de un Ejecutivo progresista para haber suspendido, ya en marzo, el pago de hipotecas, alquileres y cotizaciones sociales. Las tibias medidas económicas adoptadas no impedirán, a la vuelta de dos meses, el cierre definitivo de miles de empresas y el consiguiente despido de cientos de miles de trabajadores, con el inevitable hundimiento del Estado social.

Pero junto a los grandes desafíos, tenemos en el debate público algunas cuestiones que quizás nos pasen más desapercibidas. Una de ellas, la libertad de expresión en su faceta de derecho a la libre información, un derecho que funciona en dos sentidos: derecho a transmitir información y derecho a recibirla. Hace mucho tiempo, el Tribunal Constitucional acuñó dos criterios para determinar si una noticia era aceptable: que contuviera información de interés y que su contenido fuera veraz. El cumplimiento de estos límites de un derecho fundamental corresponde a los jueces.

Al socaire de la enorme preocupación de los ciudadanos han florecido, junto a los memes y a la necesaria crítica política, una serie de informaciones no contrastadas, suposiciones, bulos, etc. que en algunos casos han incrementado de manera fraudulenta el temor de la gente. Las empresas gestoras de redes sociales han confiado la verificación de la información que se difunde en sus medios a las empresas de 'fact check' que a su vez son actores de opinión y, por tanto, parte del debate político. El Gobierno ha anunciado la 'necesidad' de limitar el caudal de información que reciben los ciudadanos y depurar su contenido. Finalmente, a modo de siniestra advertencia, el CIS publicado hace unos días recoge el dato de que el 66,7% de ciudadanos es partidario de restringir la información a fuentes oficiales, desdeñando la opción de que no se restrinja ni prohíba ningún tipo de información.

Al margen de la escasa fiabilidad estadística del CIS y de la necesidad de cerrarlo y dedicar su presupuesto a ayudar a las víctimas del Covid, la noticia resulta preocupante. La buena intención de los votantes es obvia, y el carácter capcioso y sesgado de la formulación de la pregunta, también. Pero con dedicarle a la cuestión dos o tres segundos de reflexión se advierte que la trampa está en quién decide qué es verdad y qué no. Quien tenga ese poder dominará la opinión pública y podrá dirigirla a su antojo.

En la película El hombre que mató a Liberty Valance ( John Ford, 1962) el protagonista llega a un pueblo del lejano Oeste (Shinbone) que apenas está iniciando el camino de la civilización. El papel de Ransom Stoddard ( James Stewart) va a ser intentar (infructuosamente) imponer la ley a la fuerza bruta, personificada por el bandido Liberty Valance. En el microcosmos del pequeño pueblo, la prensa está representada por Peabody, un periodista borracho y amarillista empeñado en denunciar los abusos de Liberty aun a pesar de las represalias de éste. La moraleja, a mi juicio, es que la democracia es imposible sin libertad de prensa, incluso aunque ésta pueda ser excesiva.

Bulos, mentiras, noticias falsas y fake news han existido siempre. A lo largo de la Historia conocemos multitud de casos de rumores difundidos por quienes pretendían crear un estado de opinión favorable a sus intereses. Es cierto que hoy día las noticias (reales y ficticias) se difunden a la velocidad de la luz, pero eso no sólo tiene efectos perversos: cualquiera que reciba una información falsa tiene a golpe de click todo un universo de medios alternativos, canales internacionales y redes para contrastar y valorar la credibilidad de la noticia. Porque al final el problema, como siempre, se reduce a dos palabras: cultura y responsabilidad. Un ciudadano formado, con un mínimo conocimiento de la Historia, de la Filosofía, de la Economía y del Derecho debe ser capaz de comprobar la veracidad de lo que recibe en su móvil. En una sociedad de ciudadanos, no de súbditos, es la responsabilidad de cada persona decidir qué información recibe. Nadie más que el ciudadano debe tener esa potestad de elegir la información de interés.

Como dijo Antonio Machado: «Tu verdad no, la verdad/ Y ven conmigo a buscarla,/ la tuya guárdatela».