Algo extraño debía suceder porque bien temprano, Toby, aquel perro de raza indefinida que sacó un buen día de la protectora creyéndose un héroe, le tocó en la cara con su pata derecha y, sin verlas venir, le espetó:

„¿No salimos esta mañana? Vamos, perezoso, que tengo ganas de orinar en mi esquina favorita.

Se levantó al instante de la cama y lo primero que pensó es que aún estaba en un mal sueño. Pero no había salido de su asombro cuando recibió una nueva orden:

„Vístete rápido y el café te lo tomas después, que estoy que no me aguanto y no querrás que te ponga perdido el pasillo „dijo Toby sin más.

Que un perro hablara solo lo había visto en alguna de esas películas de sábado por la tarde. Y que, además, el suyo le hablara a él, jamás lo hubiera imaginado. ¿Me está volviendo loco el confinamiento? se preguntó. No, no puede ser. Pero sin saber cómo ni muy bien por qué, ya estaba en el descansillo de su piso esperando el ascensor para bajar a la calle junto al chucho. Éste volvió a mirarlo desde abajo mientras parecía volver a lo suyo:

„Sí, sí, el que te habla soy yo, y no va a ser la única sorpresa que te lleves hoy, ya lo verás „anunció el can„, porque ya nos hemos cansado de vosotros.

Lo que vino después lo dejó sin palabras y sin capacidad de ni siquiera intentar la videollamada diaria que establecía con el resto de sus hermanos. Los patos del estanque retozaban por el césped del jardín, mientras algunos clavaban su pico en la tierra a la caza de lombrices y hormigas. Las ardillas trepaban por los árboles y farolas, recorrían los cables de la luz y de los teléfonos que se cruzaban de un edificio a otro, en mitad de la calle, y hacían piruetas cual acróbatas de circo ante un público formado por tórtolas, palomas y periquitos que habían escapado de sus jaulas sin armar ruido.

Los gatos se acurrucaban entre las piernas de varios ancianos que habían salido al parque a leer los periódicos. Los felinos querían conocer las últimas noticias y reclamaban a sus antiguos dueños que leyeran más despacio en voz alta lo que estaba ocurriendo en el mundo porque no les entendían muy bien. Hasta una familia de jabalíes había bajado del monte cercano y andaba explorando los recovecos de los callejones del barrio antes de dirigirse a las orillas de una carretera hoy vacía en busca de comida.

Otros perros como Toby habían sacado a sus dueños a pasear, a que les diera el aire, a que salieran de su pequeño mundo de las paredes de sus casas.

Eran los cuadrúpedos los que hablaban a los bípedos, los que les daban ánimo para aguantar el chaparrón que estaba cayendo desde hace semanas y lo explicaban con detalle, para que los humanos lo entendieran. Los animales habían roto su milenario silencio para abandonar su función de seres vivos de compañía y convertirse en protagonistas de un problema que requería de su saber acumulado desde que el mundo era mundo. El momento era grave. La sociedad a la que habían llegado en manos de los hombres ya no aguantaba más. Aquella era, en realidad, una distopía en la que proliferaban los desastres ambientales y el autoritarismo. El declive era evidente, por lo que urgía un cambio. Y en ese cambio estaban implicados quienes hasta entonces habían estado sojuzgados. La oportunidad estaba a la vuelta de la esquina. El momento había llegado. Y ellos acababan de dar el paso.