Para el confinamiento también hay clases sociales. Al igual que en la literatura o en los supermercados. No es lo mismo vivir la pandemia en un apartamento de dos habitaciones que en el huerto de mis padres, rodeados de naranjos y limoneros. Al menos ellos se han pasado la vida trabajando. A otros les bastó con unos meses de diputados (y diputadas) y se abrieron las puertas de la gauche caviar. En esto de las clases sociales hay ascensores, no todo son escaleras.

Otros que tampoco vivían mal fueron aquellos señoritos que decidieron pasar el terrible verano de 1816 en una mansión de Coligny, con un embarcadero propio en el lago Lemán y vistas panorámicas a los Alpes. Todo muy idílico, pero pongamos un poco de contexto. El año anterior, en el otro lado del mundo, en Indonesia, explotó el volcán Tambora. Las consecuencias fueron nefastas. El mundo se sumió en una oscuridad absoluta. A Londres llegó la ceniza volcánica. En EE UU nevó en junio y se perdieron las cosechas. Toda Europa se sumió en una tormenta que duró meses. Se bautizó el curso como 'el año sin verano. Las autoridades llamaban al confinamiento de los ciudadanos. Se daban las circunstancias idóneas para el nacimiento del miedo moderno.

La mansión de Coligny fue llamada Villa Diodati. Hablamos de jóvenes ingleses, señoritos que querían pasear sus versos, la sífilis y las rabietas por las principales ruinas de Grecia e Italia. Ya saben, el Museo Británico le debe mucho a todos ellos. Fueron inconscientes y tremendamente talentosos. Les sonará el nombre de Lord Byron, de Shelley, de Polidori y de Mary Wollstonecraft (Mary Shelley para los no empoderados).

En la gran noche oscura que duró meses decidieron competir para ver quién escribía el relato más terrorífico. Y entre partidas de billar y lluvia ácida nació Frankenstein o el Prometeo moderno, obra fundacional del terror gótico y que explora el miedo a la ciencia descontrolada, al poder de lo humano cuando se adentra en los terrenos de Dios.

No sé si Wollstonecraft hubiese podido escribir esa obra inmortal en el apartamento donde yo escribo mis artículos. Se me ocurren un par de sitios en la sierra norte de Madrid donde podía haber, al menos, igualado la genialidad, aunque no tuviese el lago Lemán y la barquita.

Probablemente de este epidemia salgan obras extraordinarias que redefinan el concepto de terror. Algunas declaraciones públicas están a punto de conseguirlo.