11 de marzo. Tres días antes de decretarse el estado de alarma en España, Rafael Lambiés parte del Club Náutico de Valencia a bordo de su velero de once metros en busca de una isla desierta para pasar la cuarentena. 11 de abril. La subdelegación del Gobierno de Baleares le ordena que abandone su fondeo frente a un islote al norte de Formentera y que regrese bajo amenaza de un delito que no sabe precisar. «¿Será dar envidia?», se pregunta el capitán del Isla de Pascua. A mí sí, ni os podéis imaginar lo que daría por estar ahora en medio del mar y no aquí, encerrada y, encima, lloviendo fuera. Mi padre también estaría feliz porque es un enamorado de los barcos como yo y me envía emocionado por whatsapp vídeos de regatas con textos como este: «Aparejado en cangreja con escandalosas foque y spinnaker, todas las velas portando, menuda pasada por barlovento. Qué belleza». Papá, ya volveremos al mar, ya volveremos.

Navegar es lo primero que haré cuando salgamos de esta; otros dicen que irán directos a la peluquería, a abrazar a sus padres, buscar trabajo, adoptar un perro, bailar, desaparecer un mes, dieta, quedarse en casa porque fuera estará imposible, mirar las nubes. Acostarse panza arriba en la hierba. Otros que volverán a la normalidad, eso no, por favor, lo que teníamos por normal era precisamente el problema, como alguien escribió el otro día en una pared en Hong Kong. Regresemos a la Madre Tierra, ella tiene todas las respuestas y está volviendo a ocupar el lugar que le arrebatamos y merece. También la manada de elefantes que pasea a sus anchas por una carretera cerca de Bangkok y los delfines de dientes rugosos que se han tomado la bahía de Santa Marta, mi ciudad adoptiva en Colombia, para nadar libremente.

Mientras llega el día en que esto mejore y pueda embarcarme y perderme, sigo en tierra firme tratando de evadir la realidad y, como Grace Marks, sí, la de la serie de Netflix, poniendo mis esperanzas y mi salud mental en asuntos de menor importancia que el coronavirus, como que mi desayuno de mañana sea mejor que el de hoy, que ha consistido en unas tostadas con atún y aguacate, fruta y un café bien cargado con poca leche. Me toca hacer oídos sordos a noticias como la de que Trump acusa a la OMS de 'encubrir' la propagación de la pandemia y anuncia la congelación de los fondos si quiero evitar volverme loca y estar serena.

El escritor Manuel Vilas recordaba ayer que Cervantes pasó cinco años preso en una cárcel de Argel sin café, sin internet, sin libros, sin torrijas. Y sin su mano izquierda. Tanto se desesperó que trató de escaparse cuatro veces. A mí a veces también me entran ganas de bajar a la calle y salir corriendo, pero me contengo, no como la mujer que el otro día en Torremolinos se quitó la ropa y como Dios la trajo al mundo paró un coche-patrulla y se subió a su techo.

Ayer en mi barrio, después de los aplausos, sonó el Canto a Murcia; esta tarde me toca a mí poner a todo volumen I Will Survive, de Gloria Gaynor, porque claro que vamos a salir de esta.

Os quiero. Cuidaos.