Creo que la primera vez que oír hablar de las dos Españas fue en una clase de Literatura Española, allá por el año 1978 o 1979. No sé si fue a Cecilia Belchí o a la sobrina-nieta de Azorín, María Martínez del Portal, en el instituto yeclano de bachillerato que lleva el nombre del escritor de Monóvar. Cualquiera de las dos me vale, porque fueron las artífices de que amara la Literatura con mayúsculas, cada una con sus peculiaridades. En ambas catedráticas descubrí que una de las peores tragedias que llevamos a hombros los españoles es que siempre (nos) colocamos a unos y a otros en un bando: en el del progreso o en el de la reacción. Y que resulta una fatalidad el hecho de que carguemos siempre con ese sambenito a la hora de abordar cualquier tipo de acontecimiento de la vida, ya sea en el ámbito de la política como en el de las propias relaciones personales.

En esta España de tragedia cualquier debate casi siempre queda reducido a la posición que uno ocupa en uno u otro bando, lo que limita cualquier posibilidad de cambio. De ahí que nunca me hayan gustado los prejuicios que tenemos (y alimentamos) a la hora de abordar asuntos que tengan que ver con el bolsillo, la religión, la política o el fútbol, si me apuran. ¿Es tan difícil poder adoptar una posición de respeto ante las opiniones de los demás? ¿No es posible conceder el beneficio de la duda? ¿Por qué vivimos siempre en el dilema de si no estás conmigo es que estás contra mí? Debates como el que hemos vivido en el Congreso, en la sesión del control al Gobierno, han colocado a cada uno en su sitio y es de lo que les hablo.

En este periplo de la pandemia el espectáculo va por barrios. La mayoría de la gente hemos asumido que esta situación excepcional requiere de actitudes excepcionales. Que son más quienes guardan el confinamiento que quienes se lo saltan. Que somos más los que tratamos de no sembrar cizaña, rencor y división que quienes alientan el odio, la división y el enfrentamiento. Que, pese a nuestras posiciones políticas, religiosas o personales, entendemos que quienes están al frente de las Administraciones, de los hospitales, de las residencias, de los colegios, de las empresas€ intentan hacer lo mejor posible su trabajo. ¿Es que alguien puede pensar que un responsable político estará contento con una crisis sanitaria de la magnitud y gravedad como esta? ¿O que, a la vista de la gestión de acontecimientos pasados, donde quienes hoy acusan y critican se retrataron con la mentira o la mirada hacia el otro lado, pueden dar lecciones de honestidad y credibilidad?

Una de las muchas lecciones a obtener de este período tan complicado que nos está tocando vivir es que recordemos el papel que jugó cada cual en sembrar sensatez o en generar división y miedo. Y no solo buscando responsables en la distancia, sino en nuestras cuatro paredes, en nuestros balcones, en nuestras casas, en nuestras redes sociales. El sesgo de retrospectiva quedó ya atrás. Ahora se trata de vivir cada momento presente como si fuera el único posible para estar atentos a quienes peor lo están pasando. Porque no olvidemos que, si algún día se nos tiene que juzgar de algo, que sea del amor y el esfuerzo que pusimos en el empeño.