Esto no es un obituario, pues los verdaderos artistas nunca mueren, sino un emocionado recuerdo de dos cantautores reciente y casi coetáneamente desaparecidos, Luis Eduardo Aute y José María Galiana. Ambos eran, uno en Madrid y el otro en Murcia, verdaderos troveros de la belleza, de las palabras inspiradas y de los versos sublimes. Los echaremos siempre de menos, porque los necesitábamos. En este tiempo de palabras lineales y frías, como el emprendimiento, la postverdad, la digitalización, la globalización€ es oportuno neutralizar tanto tecnicismo con algo de sensibilidad, lo que ellos hacían a diario. Pero la muerte, alternativa e impía, se cruzó con ambos hace unas semanas, y esa dama del alba, como Alejandro Casona la llamaba en su teatro, les descargó su guadaña irremediablemente, segando sus vidas. A ninguno les afectó el actual virus, pero los dos alcanzaron su final tras luchar ferozmente contra sus enfermedades. Ya estaban cansados y la muerte no descansa.

De las llamadas bellas artes, las que más y mejor penetran en los sentidos del ser humano son la música y la literatura, y en especial, la poesía. Estos rapsodas combinaban ambas de forma feliz en sus canciones. Aute, describiendo la realidad de nuestro tiempo con atinadas metáforas e imágenes amorosas, y Galiana evocando los poemas de sus autores preferidos. Recuerdo especialmente la plasmación en sus cantos de Vicente Medina o de Eliodoro Puche, entre los mejores de los nuestros, los murcianos. Cuánta armonía entre una garganta y una guitarra. Cuánto nos entretuvieron y nos deleitaron a los nacidos en la mitad del pasado siglo. Los jóvenes de ahora, los del siglo XXI, deberían abandonar algún rato los móviles y los televisores y prestarles algo de atención, pues sus enseñanzas están vigentes, eso sí, para quienes sepan escucharlas y asumirlas. Qué bien les vendría para su formación humanista, pese a que sigan formándose en habilidades científicas o técnicas, esta atención.

Nuestro idioma es superlativo a la hora de expresar sentimientos, de ahí la tradición romancera, primero del castellano y después, ya del español. Ese patrimonio, que los cantautores valoran y conservan al incorporarlo a sus creaciones, debe tenerse por común de los adultos y de los recién llegados a la vida plena. Nada le resta a nadie y cuánto puede satisfacer a todos.

Nos será muy difícil transitar por la capital de España sin recordar que Aute pasaba por allí o que en sus madrugadas presentía el alba, el amanecer de otro tiempo, tan esperado.

Igualmente nos costará trabajo pasear por Murcia sin evocar los versos de Galiana sobre nuestras tradiciones, nuestras inquietudes, nuestros amoríos y nuestro futuro. Pero, cuando de una vez por todas, se supere la maldita pandemia y volvamos a la cotidianeidad, disfrutaremos de nuevo de las tardes primaverales de esta tierra y de su huerta, donde, como expresó Jorge Guillén, se respira la luz, ese sol que al atardecer se empeña en permanecer en las copas de los árboles, acostándose lentamente, como intentando esperar, tal y como lo describe Salinas en otro logrado poema.

Sí, nos lanzaremos a esa simpar luz vespertina de la tierra y, quizás orillando la cansera, sobre la cuatro y diez aspiraremos el azahar de los cítricos y el canto de los pájaros, y los recordaremos a ellos, que tanto apreciaron esas maravillosas sensaciones, trasladándolas a los demás magistralmente en sus canciones.