El domingo pasado falleció la abuela María. Era muy mayor, 94 años no son cualquier cosa, y al menos se ha ido en paz. Un consuelo en estos tiempos de coronavirus. Finalmente, y gracias al sacerdote y a algún otro factor, hemos podido despedirla en condiciones. Las últimas semanas, cuando hablaban con ella por vídeollamada, a través de los móviles de las cuidadoras y las enfermeras de la residencia (qué labor están prestando, Señor) Antonio me decía que no estaba bien. Se había ido apagando poco a poco, y sus pulmones ya no daban más de sí.

Cuando aquel día sonó el teléfono, muy temprano por la mañana, supimos que eran las campanas doblando por la abuela.

Recuerdo al principio de conocerla, en una de las comida-merienda-cenas que hacía en su casa para más del doble de los comensales que íbamos y a la que yo me fui con mi mejor bolso, para causar buena impresión, cómo me quedé de extrañada cuando me preguntó si 'la capaza' era mía, hasta que caí en la cuenta de que, quizá, mi bolso de Carolina Herrera, último modelo, y sesenta mil pesetas de entonces, fuese en realidad la capaza por la que ella preguntaba. Un baño de realidad y de humildad que me di. Al terminar esas comidas solía reunirnos en círculo a todos los nietos. Había que estar sentado y callado, porque era entonces cuando repartía 'el sobre': un sobrecito con diez o veinte euros, según tu categoría de nieto o bisnieto, para cada uno, incluida yo, para mi sorpresa. Ella me lo entregó diciendo que ahora contaba un nieto más. La abuela María era así, práctica y auténtica. Una mujer de aquellos tiempos en los que sobrevivir era solo para fuertes. Y la mayor de ocho hermanos. Ya te puedes imaginar su energía.

El día en que su alma dejó este mundo lo pasamos pensando en las batallas que esta buena mujer libró, en todos los sentidos, y en el emotivo recuerdo que guardamos de su temperamento temible. Fue memorable aquel día de verano en que se enrabietó porque no decíamos bien las capas de la tarta. Casi le da un infarto a cuenta de si las capas eran de galleta, chocolate y flan, o el flan era solo al final. Poco se rieron sus nietos. Pero ese temperamento era algo necesario para salir adelante. Era también una persona buena y comprensiva, que disfrutaba de sus bisnietos como no te puedo decir. Ese día que estuvimos recordando todas esas anécdotas, y cada uno desde el confinamiento en su casa nos reímos y soltamos alguna lágrima.

Y aunque ella no vivió el coronavirus (afortunadamente ni se ha enterado) sí pasó por guerras, por escaseces y por penurias. Y también por muchas cosas buenas que no caben aquí. Era un buen ejemplo de cómo hacer frente a la adversidad. Y una prueba de que ahora nos toca a nosotros luchar, y de que esto también pasará. No esperemos ayudas milagrosas, ni nos desfondemos antes de tiempo. Antes o después se abrirá la veda por fin, y entonces sí que habrá que volver a empezar. Como lo hizo la abuela María tantas veces.

Por eso, aunque no le hemos podido dar un adiós en condiciones, sí hemos podido despedirnos de ella. Balbina, la encargada de la funeraria de ayudarnos en todo ese trámite, nos mandó un enlace a un velatorio virtual. Allí vimos cómo se despidieron de ella sus hermanas, sobrinos y conocidos, dejando mensajes muy sentidos, y cómo muchos alcanzaron incluso a poner fotos de ella en tantas ocasiones en las que disfrutó de comidas y de familia.

Aunque sabíamos que no podíamos verla, todos sus nietos fuimos al tanatorio a despedirla aunque fuese desde la puerta. Para nuestra sorpresa, pudimos turnarnos para entrar todos, siempre que no superásemos el máximo de tres personas al mismo tiempo. Así que apuramos la media hora asignada para ella para irnos relevando y verla por última vez.

Finalmente, en la puerta del cementerio, adonde ya no podíamos entrar, nos reunimos todos alrededor del coche fúnebre y delante de sus restos, rezamos por ella.

El sacerdote hizo una ceremonia preciosa, en la que la recordó tal y como era, y nos animó a devolver tantos rezos que ella había dedicado, tantas veces, por estudios, enfermedades o, como decía ella, por si hacía falta.

Un padrenuestro en voz alta de todos sus nietos alrededor de ella fue la mejor forma de decirle gracias por tantas cosas y por tantos momentos, y también un modo de pedir y de esperar que descansara por fin, junto al abuelo. En paz.