Queridos colegavirus, ¿cómo llevamos el confinamiento? Yo contestaré como aquellas cartas que le escribía a mi abuela para un hermano que tenía fuera de su tierra y de su tiempo: «Espero que todos gocéis de buena salud; yo quedo bien, gracias a Dios». Pues eso mismo, que quedo bien gracias a Dios, o eso espero. Porque, al igual que las cartas de mi abuela, cuando escribo este artículo no es cuando ustedes lo van a leer, y en ese 'intermezzo' pueden ocurrir muchas cosas. Ahora ya no se escriben cartas, como antes, con un intervalo para la imaginación y la esperanza. Ahora se escriben emails, whatsapps y sms, que son instantáneos, como el café, no muy meditados, al contrario que aquellas cartas que se pensaban línea a línea, frase a frase, con una paciencia, filosofía y dominio del tiempo del que hoy se carece.

Y es que para pensar se necesita tiempo. Si no hay tiempo, el pensamiento no madura. Y un pensamiento verde, prematuro, si se coge sin madurar, como la fruta, no vale para nada. De nada sirve si no se ha tomado su tiempo para madurar. Este confinamiento tiene algo de bueno, y es que nos concede tiempo para poder pensar. ¿Sobre qué? Esta es una pregunta que nace a bote pronto y que demuestra lo que digo, que estamos perdiendo la facultad de pararnos a pensar? sobre lo que sea. Hace sesenta o setenta años, era perfectamente normal que cientos de pueblos y aldeas, en invierno, se quedaran absolutamente aislados por nieves, temporales, ventiscas y climatologías adversas. Y ningún medio de comunicación, ninguno, se ocupaba lo más mínimo de ello con tanta alharaca e importancia como se le da hoy. Solo porque se consideraba totalmente natural. Y esas gentes estaban más que acostumbradas al normal confinamiento que traían los crudos inviernos. No se les veía como un fenómeno extraño y alarmante. Sabían que venía, se preparaban las casas y los ánimos, y se dedicaban a pensar.

Hoy lo hemos sobredimensionado todo, y cuando viene una nevada (cada vez menos, por cierto) buscamos la última aldea escondida de la sierra y la exponemos en las pistas circenses de los informativos como una rareza de la naturaleza del 'pasen y vean', cuando es todo lo contrario. Eso sí que es desnaturalizar las cosas. El 'encaseramiento' que nos impone el Cóvid-19, como una copiosa nevada con ventisca, nos deja aislados con nosotros mismos en nuestra aldea íntima, y nos da tiempo para pensar hasta que escampe y se abran los caminos, otra vez, que nos comunican con nuestros vecinos y con el resto del mundo. Me viene a las 'mientes', o sea, a la mente, las palabras del Coro del Nabucco, de Verdi, el Va, pensiero: «Ve pensamiento, con alas doradas. Ve, pósate sobre las colinas...». Posiblemente nunca han tenido tanto sentido como en estos días, en que solo el pensamiento puede volar libre sin miedo a contagio alguno, y sin que lo pare por la calle un policía para preguntarle qué hace o adónde va. La libertad está menos en lo que se hace que en lo que se piensa. En lo primero, hay límites; en lo segundo no hay ninguno.

El escritor Julio Llamazares, que recientemente ha cumplido 65 años, cuenta que él nació en una de esas aldeas perdidas, escondida y olvidada entre ventisqueros, y hoy enterrada (debería decirse enaguada) bajo un pantano, en el aislamiento de una de aquellas nevadas de último invierno, en que los parientes y próximos pudieron acercarse a conocerlo pasados sus buenas seis semanas, y no sin ciertas dificultades por derrumbes en caminos y veredas de acceso embarradas. Y comenta lo cuesta arriba que se le hace a él este confinamiento, y que trata de superarlo invocando a su genética materna, portadora de la sabiduría rural. Pero es que todos, absolutamente todos, somos herederos ancestrales de esa misma sabiduría. Todos somos atávicos (del latín atavus: tatarabuelo), todos tenemos bisabuelos como poco que han sabido vivir así, en contacto con la naturaleza, unas veces como una madre y otras como una madrastra. Y ellos sabían faenar en época de faena, y pensar en época de queda. Al menos, a no desesperar, a saber esperar a que escampe.

Y aún mucho peor. Porque nosotros tenemos una ventaja (o quizá sea lo contrario), y es una ventana que nos conecta con el mundo entero, televisión, redes, Internet? Y ellos no tenían absolutamente nada de eso. ¿Se lo pueden imaginar siquiera? Su único exterior era la luz y la oscuridad de los días y las noches, el ruido de la lluvia y el silbido del viento, la nieve caída y acumulada, con suerte algún cielo estrellado, y la observancia del comportamiento de los animales. Y yo me pregunto, y también se lo pregunto a ustedes, si precisamente la mayor dificultad que tenemos para relajarnos, apacentarnos y pensar no será precisamente que nos sobra esa conexión con el mundo y nos falta la conexión con la naturaleza y, lo más importante, la conexión con nosotros mismos.

Y pienso, hablando de pensar, que lo que no es natural, ni normal, es un aislamiento de nuestro cuerpo y una hipercomunicación de nuestra mente. Y lo peor de todo: que en nuestro aislamiento corporal estemos monitoricomunicados con un solo y único tema, precisamente el motivo de nuestro confinamiento. Hay una desintonía, algo distópico en esto. Como al ganso que se le mantiene inmóvil mientras se le ceba con un solo pienso. ¿Querrán convertirnos en paté?