Bajo corriendo las viejas y señoriales escaleras de madera del piso de Madrid en el que he estado encerrada desde el 11 de marzo; al cruzar el portal miro al cielo, hoy azul y despejado y tomo una enorme bocanada de aire. Al ver frente a mí el coche con el que me voy con Fernando a casa rompo a llorar, lo he esperado tanto. Quiero gritar, pero no lo hago. Estoy temblando. Arriba, desde los balcones donde aplaudimos juntos cada tarde a las ocho, mis amigos me despiden. Gracias por cuidarme.

La capital es otra, sin vida, si nadie, y así le digo adiós con la esperanza de que regresaré cuando consigamos acorralar al virus y volvamos a ser los mismos de antes o, si somos inteligentes y sabemos aprovechar esta crisis, hasta mejores. Enfilamos la carretera a Murcia; voy sentada detrás con mascarilla y guantes. Mis manos sudan y sudan y no es el látex, son los nervios del viaje. No hablo; solo contemplo embobada los campos castellanos que siempre me parecieron tan secos y tristes y ahora no me canso de mirarlos. Frente a mí, y a toda velocidad, pasan árboles, planicies, cultivos. Y margaritas blancas. Abro la ventana; quiero que el viento me despeine y el sol que he añorado tanto me dé en la cara.

Llegamos a la ciudad en la que nací y he vivido muchos años, pero no voy donde mi familia: me tocan otros quince días sola en un apartamento para descartar cualquier contagio y no poner en peligro a nadie. Qué cierto es eso de que la vida hace lo que quiere con nosotros, por eso no tiene sentido hacer tantos planes. Aterricé en España en noviembre y me instalé en Madrid con la ilusión de mover desde allí mi novela y regresar a Colombia después de Semana Santa. Y aquí estoy, desde ayer en Murcia, en un lugar que no es el mío, pero con un pequeño y maravilloso balcón al que le da la luz de la mañana, esperando a que pasen deprisa estas dos semanas. Mientras, me agarraré con fuerza a mi escritura, al deporte, la música, la lectura, la cocina, el teléfono y a las películas para no derrumbarme.

Soy periodista de profesión y vocación y aunque sé que no es nada recomendable para mi salud mental un atracón diario de noticias, no puedo remediarlo: «El virus ya ha matado a 100.000 personas en todo el mundo»; «El FMI pronostica para este año la mayor recesión desde la Gran Depresión del 29». Con este chorreo de tragedias no hay quien salga adelante. Cambio el chip y me pongo a buscar algo que me saque una sonrisa y encuentro a unos policías colombianos que han puesto a hacer zumba a todo un vecindario; también el mejor look para este confinamiento, chicas, ¿estáis preparadas?: ni pijama ni chándal, lo ideal para levantarnos el ánimo en estas semanas tan complicadas es el vestido lencero de satén y tirantes. No sé vosotras, pero yo no he tenido uno de esos en mi vida, ¿será que me compro uno por Amazon para animarme? Puestos a elegir lo quiero con estampado de leopardo o el que he visto en internet de color asalmonado.

Dice Svend Brinkmann, un psicólogo que estudia el afán de superación de la vida contemporánea, que "hay que dejarse de mirar el ombligo y creernos el centro del Universo. Lo importante es conocer al otro y ayudarlo". ¿A qué esperamos? Hagámoslo ahora que tenemos ocasión. Y muchos días y oportunidades por delante.

Os quiero. Cuidaos