Veo cada día decenas de artículos sobre el tipo de personas que seremos cuando esto acabe. Hay periodistas bien intencionados que entienden que este periodo de reflexión obligada en nuestras casas otorga indulgencia plenaria sobre nuestro comportamiento, con propósito de enmienda añadido como regalo.

Al parecer seremos más solidarios, valoraremos más lo importante, querremos más a nuestras familias y estaremos inmensamente felices de haber tenido la oportunidad de nacer en una democracia consolidada con unos servicios públicos tan estupendos.

No niego que en el propósito abstracto de muchos ciudadanos pueda haber calado un cierto aire de renovación y cambio de perspectiva, e incluso que haya alguno que haya aprovechado para convertirse en mejor persona, si es que esa transición es efectivamente posible.

Pero en este caso, soy pesimista respecto a las expectativas del buenismo. O en todo caso, realista respecto a nuestra condición humana. No creo que estar confinados veinticuatro horas con nuestras familias, leyendo nuestros periódicos de siempre, viendo nuestras televisiones predilectas, retuiteando a nuestra comunidad de Twitter habitual, vaya a implicar el más mínimo cambio en nuestras vidas. En todo caso, y ésta sí es la clave de la consecuencia del confinamiento, confirmará nuestros sesgos para ser más nosotros mismos que nunca.

Si hasta la fecha nuestra tendencia ideológica conllevaba como consecuencia ser proclive a tener un seguro de salud privado, vivir una pandemia mundial de estas características no provocará que hagamos donaciones al Estado para mejorar la sanidad pública, sino en todo caso que ahorremos para incrementar nuestra poliza y que tenga mayor cobertura. Si creíamos que los recortes de la crisis de 2008 fueron los culpables del desmantelamiento de los servicios esenciales, ahora no entenderemos que la austeridad y el ahorro son el camino para salir del hoyo económico en el que ya nos encontramos. Si pensábamos que la derecha es buena para la economía y la izquierda predilecta para defender nuestros derechos sociales, en relación a como hayamos entendido esta crisis (y nuestros sesgos previos son, de nuevo, el elemento esencial para definirlo) estaremos más inclinados a apoyar a una u otra opción política o a valorar una u otra actitud o aptitud durante esta crisis.

Los agoreros del cambio, además, no lo son en realidad bajo la premisa de que los ciudadanos nos convertiremos en mejores personas y seremos más conscientes de lo importante. Entre otras cosas porque lo que para usted es ser mejor o para aquél es más importante, puede diferir radicalmente de lo que cualquier otro ciudadano considere. ¿Es más importante acaso darle valor a los servicios públicos y subir los impuestos, o fomentar el ahorro para que cuando ocurran situaciones así tengamos músculo financiero para soportarlo? ¿Lo es salir a aplaudir a los balcones en un sentimiento de comunidad pasivo que se limita a valorar lo que hacen los demás, o quizás tomar conciencia de la responsabilidad individual que tenemos cada uno en acercar el fin de la pandemia?

En cualquiera de los casos, cuando termine esto no sé si seremos mejores o peores personas, más o menos comprometidos, con mayor o menor independencia. Lo que seguro seremos es nosotros mismos. Y eso, el ser diversamente normal, es extraordinario.