Cuarta semana en estado de alarma. El polvo sigue acumulándose en las aceras. Cada mañana camino hacia la comisaría resignado a escuchar el eco de mis pasos, esperando contemplar en cualquier momento el rodar desolado de una bola de espino. La Semana Santa se ha diluido entre las semanas de siete lunes como una gota de acuarela en un charco. El aire de la calle parece más ligero, el silencio permite escuchar la respiración de los semáforos y le ha crecido vello al asfalto. Me resultan lejanos los días en los que todo esto resultaba tan extraño. Añoro la ingenuidad con la que un día les hice fotos a las calles vacías.

La comisaría es una isla de actividad permanente. Intentamos encontrar equilibrio en lo que hacemos. No es sencillo adaptar la gravedad de las medidas restrictivas a la naturaleza atípica de los infractores. El rigor de esta situación nos obliga a actuar con ciudadanos cuyo crimen consiste en querer permanecer un rato en la calle. Nuestro guion no contemplaba tener que evitar que alguien diera un paseo.

Nuestras especialidades confluyen en un único propósito. La presencia en la calle es constante. Controles, patrullas, solicitudes de asistencia. La rutina dibuja una suerte de servicio permanente donde la única novedad es el cambio de turno. Seguimos teniendo bajas, pero ya son más los que regresan después de cumplir sus periodos de aislamiento. No he escuchado a ninguno de ellos quejarse por lo que está haciendo.

Los controles detienen a vehículos cuyos conductores están cansados de que se les pare. Algunos están resignados y entienden cuál es la situación. Otros se quejan porque no hemos sido capaces de adivinar que van a trabajar, o porque la policía ya les paró hace tres días. Supongo que, en el fondo, saben por qué estamos ahí.

Nos hemos acostumbrado a resistir el impulso natural a acercarnos a otras personas. Me pregunto cuánto tardaremos en volver a abrazarnos sin sentir que le estamos sacando la anilla a una granada.

Intuyo que los niños han entendido mejor que los adultos que la vida no se ha interrumpido, sino que también es lo que sucede durante la cuarentena. Nosotros tratamos de encontrar el camino avanzando por dentro, explorando los rincones creativos del aburrimiento, rescatando aficiones secuestradas por la penumbra, sintiendo en los ojos el alivio balsámico de los libros. Aceptando el consuelo de saber que el confinamiento sólo es físico.

Por la noche, nuestros coches patrulla recorren la ciudad como si se abrieran camino entre la espesura. Las calles vacías son espejos de ladrillo. La luz en las ventanas de las casas nos recuerda porqué estamos ahí.

Echamos de menos a las personas mayores en la calle. Aquellos que te contaban que una vez tuvieron un amigo que era guardia, que te hablaban de cuánto habíamos cambiado, que te explicaban que tenían una nieta que quería ser policía. Los imagino en sus casas, esperando con paciencia, sabiendo que esto será aún más largo para ellos. Me pregunto cómo contaremos nosotros la pandemia cuando pase el tiempo, cuando ya a nadie le interesen estas historias. Me pregunto si aburriremos a los niños repitiendo un millón de veces que se nos debe una primavera.

Desde la ventana veo el monte, a mil kilómetros de distancia. Tan cerca y tan lejos. Solía hacer deporte por esos caminos. Muchas veces acompañado de un amigo que se fue, pero al que siempre siento corriendo a mi lado. La pandemia ya sólo nos permite trotar sobre caminos de goma infinitos; pedalear en bicicletas que no llegan a ninguna parte.

Escuchamos con temple de veteranos noticias de países que aún están en la fase de acaparar papel higiénico. Las imágenes de supermercados atestados nos parecen la infancia de la pandemia. Me decepciona la timidez de los patos del río. Están perdiendo una oportunidad única para conocer la ciudad. Deberían intentarlo. Dicen que es preciosa en primavera.

Nos reconforta lo que observamos alrededor. La dedicación de la cocinera de un hospital, el arrojo del personal de limpieza que desactiva bombas con las manos, la determinación heroica de poner un periódico en los kioscos cada mañana. La satisfacción de volver a casa con la sensación de que hiciste algo por los demás. Avanzamos en la dirección que nos muestran las migas de pan del camino. Agarramos con fuerza el hilo que nos saque del laberinto y nos lleve de regreso en un barco de velas blancas. Detrás de la niebla se intuye el perfil de la costa.

Seguimos.