Desde mi balcón veo la cola de gente que da la vuelta a la esquina del Mercadona. Apenas pasan unos minutos de las nueve de la mañana y ya son decenas los vecinos que acuden en procesión sabatina a proveerse de productos de primera necesidad. ¿Seguro que son de necesidad? ¿Y de primera? Me pregunto que, si no somos capaces de soportar dos días de cierre de los comercios, cómo vamos a estar preparados para los cambios que se nos avecinan.

«Cuando volvamos a la normalidad», dicen algunos, pero ¿cómo podemos estar creyendo que la normalidad era algo normal, sino extraordinario? ¿Algo depredador? Maldita normalidad que nos ha traído hasta aquí. Hoy no hay prensa en papel y se echa de menos. Están las ediciones digitales, pero no son lo mismo. Un crucigrama virtual no aporta el placer experimentado al cruzar letras, significados, lógicas y soluciones. Como un Vía Crucis como el de anoche no sabe igual que cuando se recorre en silencio, en la oscuridad de un templo o en la fría madrugada, con la letanía como música celestial que te transporta a otra dimensión.

El Viernes Santo no había cine en la Yecla de mi infancia. Había muerto el Señor y todo era tristeza y desolación. Este sábado de Gloria no sabe igual. Ni esta noche la vigilia se presenta como otras, celebrativa y vindicativa, culminada con unas toñas con chocolate caliente, en la madrugada resucitadora en la que la vida vence a la muerte. Paradojas del destino, en la amanecida hay muchas muertes que no han podido ser vencidas por la vida. Más bien la muerte se ha incorporado como un elemento más de la existencia y comparte espacios, recuerdos, vivencias, esperanzas y luchas. Aunque en estos días se nos impida incluso estrechar lazos, abrazos y besos en el momento de las despedidas. Como la del padre de nuestro amigo Juan Carlos. Como la de todos los padres y madres, abuelos y abuelas, que se van en pleno estado de alarma.

Este sábado recibimos noticias de quienes aún están peor de los que, engañados o camuflados en la masa, creemos estar pasándolo mal. De quienes viven en un estado de confinamiento permanente, porque la pobreza sí es una verdadera pandemia que actúa en tiempos de normalidad, de esa normalidad de la que les hablaba antes, de esa normalidad devastadora, nociva y dañina a la que ansiamos volver sin haber aprendido la lección. El activista chino Ai Weiwei nos lo recordaba hace unos días, cuando aventuraba que «los desastres no pararán, porque hemos violado demasiados principios», y una afirmación rotunda: «El capitalismo ha llegado a su fin».

No sé si habrá acertado. Lo que no se puede cuestionar es que algo gordo, muy gordo, está pasando en el mundo cuando algo tan ínfimo como un virus ha provocado grandes cambios en nuestra lógica de vida, de consumo, de relaciones y de mirada hacia el presente y, naturalmente, hacia el futuro.

Acaba el día y, cuando falta poco más de una hora para la medianoche, la llamada de una amiga nos sorprende al preguntarnos dónde vamos a celebrar la Pascua esta noche. Desde el comedor de casa, sentados en un sillón, poco podemos responder. La festejaremos desde la extraña manera en la que hemos vivido esta rara Semana Santa. Como la propia tradición judía la ha conmemorado en situaciones excepcionales. En silencio. Recogidos. En un sábado, sabadete, diferente.