Madrid, 6 de abril

Caminar. Solo quiero salir a caminar. Lo sé. No puedo. Cierro los ojos y me imagino en la Sierra Nevada de Santa Marta de camino a la Ciudad Perdida de los indígenas tayrona. El río Buritaca ruge como un león y huele a selva fresca. Soy nada en esta verde inmensidad. Una mariposa de alas azules cruza en vuelo; la ruidosa guacamaya grita sin parar. Huele a flores perfumadas. Nos cruzamos: la mujer abre paso, rodeada de niños, descalza, con la mochila de fique, los collares de chaquiras, vestida de blanco inmaculado. Detrás, el hombre pegado al poporo de calabazo donde guarda la cal de las conchas marinas que mezcla en su boca con la hoja de coca, la planta sagrada que reposa el corazón y permite la conexión divina y mágica. Saltan el río como gacelas. No hay palabras. Me dicen adiós con la mirada. Me duelen las piernas de tanto subir y bajar. Frente a mí, la entrada a la ciudad escondida en la selva y más de mil escalones de piedra a la medida de los pies de los indígenas pero no de los míos, calzados con unas aparatosas botas de montaña. Siento en mis entrañas latir el corazón. Soy feliz.

Abro los ojos. No estoy allí. Estoy aquí, cumpliendo mi vigesimoquinto día de cuarentena; hoy suena el silencio, aunque sea un oxímoron. Me siento confinada en una cámara anecoica herméticamente cerrada y equipada para absorber la casi totalidad de la energía de las onda sonoras. El compositor John Cage se metió en una así en Harvard en busca del verdadero silencio que tanto añoraba. «He oído dos sonidos: uno alto y uno bajo. Cuando se los describí al ingeniero que había a cargo de la cámara me informó de que el alto era mi sistema nervioso trabajando y el bajo era la circulación de mi sangre», dijo decepcionado al salir para añadir que la única manera de no percibir sonidos es, literalmente, la muerte.

Inspirado en esta experiencia, en 1952 creó 4,33, una de sus más conocidas y controvertidas composiciones; en su partitura, una única palabra, Tacet, que indica al intérprete que ha de guardar silencio y no tocar su instrumento durante cuatro minutos y treinta y tres segundos. De silencio, aseguran algunos, pero otros teóricos de las vanguardias musicales consideran que el material sonoro de la obra lo componen los ruidos que escucha el espectador durante ese tiempo.

Hay un silencio exterior, que es la ausencia de ruidos, y otro verdadero, el interior, esos momentos en los que logramos reducir el sonido de fondo de nuestros pensamientos, esenciales además para regenerar el cerebro. Dos minutos de silencio son suficientes para disminuir la presión arterial y el ritmo cardiaco. Detengámonos, respiremos, cerremos los ojos y viajemos hacia dentro. Ahora lo tenemos fácil.

Mis héroes de este lunes: todos los que han hecho posible que los fallecidos diarios en España por coronavirus hayan caído a 637, la cifra más baja desde el 24 de marzo.

El villano: el empresario que robó en Galicia dos millones de mascarillas de máxima protección, guantes quirúrgicos, pantalones, uniformes sanitarios, botiquines y alcohol y vendió todo en Portugal por cinco millones de euros. Para matarlo.

Confesión: como ya no existe el tiempo ni el espacio, esta mañana he abandonado las tostadas con aceite y tomate y he desayunado arroz con leche. Como mi amiga Tata.

Madrid, 7 de abril: el enfado

Vaya un rapapolvo le ha echado a los vecinos el alcalde de Delia, un pequeño pueblo de Sicilia. Y con toda la razón. Yo tampoco entiendo, como dice Gianfilippo Bancheri en el vídeo que ha colgado en las redes sociales, cómo va a ir todo bien si seguimos saliendo a diario al supermercado y pisamos al estanco cada vez que nos da la gana; cómo va a ir todo bien si la gente va y viene de la gasolinera, llama al peluquero para un corte a domicilio, sale a correr cuando no lo ha hecho en su vida y pasea al perro sin descanso. Cómo va a ir todo bien si los domingos hay barbacoa vecinal para asar carne. ¿Estamos estresados de estar en casa con televisión, internet, teléfono, comida y la PlayStation?

«Estresados estaban nuestros abuelos que fueron a la guerra», grita desesperado y muy enfadado este alcalde italiano que pide sensatez y respeto. Yo también, por favor, quedémonos en casa.

Sigo con mis ojos en Italia y mirad lo que ha dicho Attilio Fontana, presidente de Lombardia, donde estalló el brote de coronavirus: «Si pudiera volver atrás sería más contundente con las medidas, incluso a costa de que me insultasen. Hemos tirado a la basura las primeras semanas». Y añade: «Esta sociedad se consideraba invencible y es mucho más frágil de lo que pensaba». Mucho más y por si alguien tiene duda, ahí van algunos datos de esta pandemia: 75.000 fallecidos, más de 1,3 millones de infectados y cerca de 3.000 millones confinados en casa.

A día de hoy, España es el segundo país del mundo con más casos de coronavirus, la «mayor emergencia sanitaria en cien años», como la ha calificado nuestro ministro de Sanidad; llevo días preguntándome a qué se debe esto y hoy en la prensa encontré no una sino varias razones: el envejecimiento de nuestra población con una alta proporción de patologías crónicas, el impacto del virus en las residencias, nuestra manera de relacionarnos socialmente, más cercana físicamente, pero también la carencia de test masivos que en otros países permitieron aislar a los infectados y cortar las cadenas de transmisión antes de que el virus llegara a los colectivos más vulnerables.

Arcas de Noé. Seguro que ya habéis oído hablar del aislamiento de los positivos asintomáticos que no necesiten hospitalización en lugares acondicionados especialmente para ello, un modelo que ya funcionó en China para evitar contagios. En principio suena bien, pero ya han saltado las alarmas porque una cosa es prohibirnos salir de nuestras casas y otra bien distinta es obligarnos a abandonarlas. Pero el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, no lo descarta: «Supongo que una voluntariedad manifiesta si fuese precisa sería algo factible. Si no, se estudiarían todas las opciones legales, porque el principio fundamental es mantener la salud pública. Con exquisito respeto de los derechos fundamentales». A ver en qué queda la cosa.

De despedida, la imagen de los miles de flamencos rosados en una playa de Biarritz donde han hecho escala cambiando su ruta migratoria; la de los pavos reales paseando a sus anchas por Madrid; los jabalíes, por Barcelona, y los patos, por Zaragoza.

Y dos recordatorios: una cuarenta en principio es eso, cuarenta, no catorce, aunque me soplan que a cualquier temporada de aislamiento así la llaman; la vida es muy linda, pero como dice el papa en un vídeo que circula por ahí, hay que saber mirarla.

Os quiero. Cuidaos.