Durante el confinamiento que mantengo por motivos de salud conocí a un hombre extraño y sugerente. Se llama Leo Naphta y sufre una grave enfermedad pulmonar. Le veo con su hábito de jesuita delante de una estantería llena a rebosar de libros abultada y desordenadamente amontonados en su estudio, junto a una imagen tallada representando la Virgen y el Niño. Aquí, entre los condenados de arriba, en el último círculo helado del infierno, Naphta también es un prisionero atrapado dentro de una cárcel encantada de montañas nevadas y cumbres mágicas.

Sin embargo, es un enfermo afortunado pues jamás estuvo, como el joven Castorp, a quien quiere seducir y atraer a su partido, bajo la rigurosa disciplina del doctor Behrens. Es el mal espíritu de la montaña, el rebelde indómito encerrado bajo siete llaves; una especie de emperador Barbarroja confinado, sepultado entre las rocas y la nieve. Le gusta verse a sí mismo como a un Prometeo encadenado en el Cáucaso que sueña con llevar la ardiente antorcha de la humanidad; quiere ser Lucifer en el Apocalipsis, confinado a la espera de que pasen los mil años de condena para alzar la resplandeciente luz del trabajo, del progreso técnico y del triunfo de la materia dirigida por una férrea voluntad estatalizada que será la encarnación material del destino titánico de la humanidad. «Como el Verbo se hizo carne», me dijo una vez señalando a su preciada imagen, «así mis palabras adquirirán fuerza de ley y categoría de verdad».

El encuentro con él puede ser estimulante pero no está exento de peligros. Su inteligencia poderosa y penetrante se ha unido a un desmesurado deseo de justicia; pues en su cárcel de piedra Naphta desea vengar todos los agravios, los suyos y los de la humanidad. La clarividencia de su mente le ha hecho orgulloso y temerario, la conciencia del dolor y la injusticia le convierten en un fanático de la satisfacción de las culpas, en un apóstol de la venganza.

Naphta es inquebrantable, no hubiera aceptado otro rigor que el suyo propio porque lo cierto es que se trata de un hombre irreductible. Sus palabras son precisas, y formuladas por una mente atenta a los detalles, más aún, atenta a los motivos verdaderos que mueven a las personas. Sus diagnósticos parecen certeros, infalibles; si bien hay algo en ellos que inquieta. Más que hablar, parece que pronuncia un juramento solemne; las palabras que escapan de entre el cerco de sus labios son oráculos de mundos futuros, anuncian lo que fue, lo que es y lo que será. Junto al jesuita de hoy se dan cita en él los rasgos rabínicos de sus antepasados hebreos, es como si en esta vida simplemente hubiera cambiado de hábito aquel que es el último exponente de una estirpe de sacerdotes cuyo origen se encuentra entre quienes hicieron la travesía del desierto. Y viendo su devoción extraordinaria por la ley, que parece idolatría, diríase que una antepasado suyo anduvo con Moisés por el Sinaí ayudándole a portar sus famosas tablas.

Si no se mata antes este nostálgico de la pureza más arcaica, si su propia humanidad le soporta, cosa de la que dudo pues no hay vaso capaz de albergar tal líquido, ¿qué será de la gente cuando el prisionero salga de aquí? Sembrará el mundo con una legión de sofismas. Me preocupan el eco de sus pensamientos y más aún que otros como él estén anunciando desde sus atalayas, como centinelas en puestos avanzados, y al amparo de la noble causa de la humanidad, un mundo presidido única y exclusivamente por la legalidad farisaica y por la erradicación de los pequeños universos particulares, diminutos y frágiles tesoros, irrepetibles como copos de nieve, que conforman la vida quebradiza y preciosa de un ser humano cualquiera; universos apartados, eliminados y olvidados, orillados fuera de la corriente general de la historia por no ajustarse al nuevo ideal del bien común que este prisionero de las nieves promulgará para dar satisfacción a los agravios sufridos cuando se le levante el confinamiento.

Naphta despierta en mí a la predicación del Anticristo que plasmó Lucca Signorelli sobre los frescos de la catedral de Orvieto; el reflejo de una visión salvífica convertida en pesadilla. Oyendo su voz, percibiendo sus palabras, adquiero completa consciencia del peligro que aguarda a quienes hayan de escuchar su canto de sirena. Debilitada por las enfermedades morales, la humanidad estará dispuesta para ser guiada por antiguos prisioneros convertidos en mensajeros del miedo. Una hora terrible nos aguarda.