Las residencias de mayores están tristemente de actualidad estos días porque han sido un foco propicio para la propagación del maldito coronavirus y, por eso mismo, causa cercana del acortamiento de la vida de unos seres queridos a los que precisamente no les sobraba ni un minuto del tiempo al que la vida les tenía destinados.

En muchos casos, esas personas mayores habrían estado mucho más felices e infinitamente más protegidas del virus si hubieran podido continuar viviendo en sus casas de toda la vida. Esas casas de las que eran propietarios y que han jugado previamente un importante papel en distintos momentos de sus vidas. No quiero decir con esto que estuvieran en una residencia contra su voluntad, ni mucho menos, pero las circunstancias obligan a hacer muchas veces lo que no se quiere, o lo que no constituye ni mucho menos la primera opción que se desea. Tampoco es una crítica al personal de las residencias de mayores, que en estos momentos duros han sido ejemplo de entrega y dedicación en su abrumadora mayoría.

Pero no conozco ninguna persona mayor que aspire a terminar sus días en una residencia, por muy confortable que sea y por bien atendida que esté. La gente quiere quedarse viviendo en su casa de toda la vida si es posible. Porque ser propietario de una casa va mucho más allá de ser poseedor de un mero bien material, como un coche o un depósito en el banco. Los anglosajones usan una palabra muy bella para definir lo que aquí llamamos uso residencial de una propiedad inmobiliaria. Las casas se compran como ‘shelter’ (refugio) cuando se van a usar para residir o como ‘investment’ cuando se compran para obtener una renta o como reservorio de valor. El caso es que, la mayor parte de las veces, se compran por los dos motivo al mismo tiempo: refugio e inversión . Así de interesante resulta la adquisición de este preciado bien.

España es uno de los países con más proporción de propietarios del mundo, muy por encima de los alemanes y británicos por ejemplo. Junto con los portugueses e italianos, que nos acompañan en muchos parámetros socioeconómicos por similitud de cultura, somos uno de los países más caseros del mundo. Y ello obedece a varios motivos, alguno de los cuales no son muy conocidos.

Para empezar, la ley de la propiedad horizontal de la época del franquismo, en concreto del año 1960, fue todo un prodigio de ingeniería legal, que facilitó enormemente la organización y funcionamiento diario de las comunidades de propietarios, y así la convivencia entre copropietarios de un mismo edificio, que de otra forma estarían en conflicto permanente, por quítame allá esas pajas. Resulta ingeniosa por ejemplo, a solución que se da a los garajes como espacio común. Cada comunero es dueño de la totalidad de la superficie de los garajes, pero renuncia al uso de todo lo que no es el espacio de su plaza. A veces se olvida que las comunidades de propietarios eran la única institución democrática en el seno de una férrea dictadura que, en cualquier otro ámbito, no permitía la libre discusión en defensa de intereses propios o generales, ni mucho menos votaciones de ningún tipo ni la conformación de gobiernos electivos como consecuencia.

También contribuyó mucho al desarrollo de la vivienda en propiedad la actuación del Estado mediante promoción directa de Viviendas de Protección Oficial (con sus placas con el yugo y las flechas que todavía perduran en muchos edificios) y, posteriormente, las sucesivas normativas y ayudas financieras de los planes de vivienda protegidas, que aún perduran. El espíritu de estas normas y estos planes consistía en facilitar la compra de viviendas que se someten a ellas y se venden a precios limitados, que se rigen en una banda estrecha de precios por módulos establecidos de superficie.

Las VPO impulsaron una pujante industria de la construcción, que ha supuesto durante décadas la base de las economía locales y regionales en este país. Hasta la Gran Crisis del 2007, los grandes empresarios con arraigo local eran casi exclusivamente promotores de viviendas. Y si no lo eran en principio, inmediatamente creaban una división de promoción inmobiliaria, como sucedió en nuestra región con Diego Zamora (Licor 43 y Urbincasa), Tomás Fuertes (El Pozo y Profusa) o Cofrusa con Proconsa. Los dos citados en primer lugar siguen con éxito su negocio dual, pero con la desaparición de las Cajas de Ahorro regionales, el negocio de la promoción se encaminó a un acelerado proceso de concentración en grandes promotoras nacionales bajo el amparo de fondos de inversión multinacionales.

Por último, la implicación económica de los Ayuntamientos con su planeamiento urbanístico y sus Gerencias de Urbanismo a menudo enturbiadas por sospechas de corrupción, fueron la guinda final a un sector que, cuando se encontró con financiación ilimitada y barata, provocó un recalentón inflacionario que hoy recordamos con la etiqueta de ‘burbuja inmobiliaria’.

Entre una cosa y otra, la de nuestros padres (nacidos al filo de la Guerra Civil o la inmediata posguerra) fue la primera generación que accedió de forma generalizada a la vivienda en propiedad. Esa circunstancia dio una enorme estabilidad al régimen franquista y explica en gran parte que el destino del dictador fuese morir en la cama. No extraña, por tanto, que a nuestros padres les haya costado tanto desprenderse de posesión tan apreciada para trasladarse a una residencia de ancianos donde pasar sus últimos días en compañía de personas de su generación y bien atendidos normalmente pero con un cierto sentido de desarraigo al tener que abandonar el paisaje hogareño en donde han criado a sus hijos y ha transcurrido la mayor parte de sus vidas.

Afortunadamente, la ingeniería financiera, las nuevas tecnologías y los servicios públicos van a hacer cada vez menos ineludible el acabar en una residencia de ancianos. Las hipotecas inversas y la venta en nuda propiedad (se vende la vivienda pero el propietario se queda viviendo en ella el resto de su vida mediante una deducción en el precio) se están generalizando a gran velocidad en el sistema financiero de nuestro país y permitirán la permanencia en el propio domicilio de nuestros mayores al tiempo que pueden ayudar a los hijos que te cuidan y ganar en tranquilidad económica cuando ese factor es psicológicamente importante. Eso unido a la generalización del móvil, las videollamadas y la facilidad de monitorización de las constantes vitales y de los movimientos de los mayores en sus domicilios mediante el usos de apps específicas y de las webcam, facilitarán a los mayores la opción de quedarse viviendo en casa propia hasta que sus días toquen a su fin.