Puede que el pasaje de la Oración en el Huerto sea el confinamiento más intenso que jamás hayamos leído. La escena es tan conocida que apenas nos damos cuenta de su importancia. Jesús está orando en el Getsemaní, un pequeño monte al este de Jerusalem. Acaba de cenar junto a sus discípulos. Allí les ha anunciado los elementos del drama: quién le traicionará, quién le negará y la persecución que sufrirán todos en su nombre. Con él acuden Pedro, Juan y Santiago. Pronto se quedan dormidos.

Es entonces cuando Jesús duda. La soledad del momento es trágica. Mira al cielo. La luna ilumina la tierra y le pide a Dios no ser el sacrificio de la humanidad. Sus palabras son elocuentes: «Que pase de mí esta copa de amargura». Serán tres veces las que Jesús sienta el vértigo de la muerte y le suplique al Señor aliviarse la carga. Desconocemos la duración de aquella plegaria. Los Evangelios están llenos de confinamientos, plagas, enfermedades y dudas, pero de todas ellas, la noche del Getsemaní es la más importante. La que más se nos acerca a nuestra ventana que suma ya 28 días.

Jesús logra reponerse y las dudas se vuelven certezas. Dice: «Pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú». Acepta la muerte como el enfermo acepta la enfermedad. Cuando vuelve junto a los discípulos, todos están dormidos. La guardia romana ya aparece en el horizonte, guiados por Judas. El mundo se ha vuelto a poner en marcha. En pocas horas, Pedro, escondido la noche entre las noches, negará tres veces la evidencia, y una vez que Cristo resucite, comandará el rumbo de los afligidos y vociferará que siempre había estado ahí, del lado de los que sufrían y penaban, acudiendo a las primeras filas como si nunca hubiese existido el mes de marzo.

Habrá a quien le ayude la fe durante este confinamiento. A otros no. Pero todas nuestras noches encierran una última cena, una llamada a un familiar querido, ya mayor, por el miedo a no quedar tantas; escuchar la voz de tus padres, que según las estadísticas ya son población de riesgo; la de amigos médicos y policías, que patrullan los cuerpos y las calles para alejar el virus del pan y el vino; todos ellos mantienen un frágil hilo que se vuelve tenue por las noches, en la bruma, cuando el sueño se hace presentimiento de la tragedia.

Es entonces cuando uno empieza a pensar, y las certezas de la mañana, los periódicos, las radios, las manos tecleando el ordenador y pasando las páginas de los libros, todo se vuelve borroso, prescindible, y la única verdad es que tenemos miedo y que estamos solos, ante el abismo o ante Dios, pero esa soledad compartida es la que nos hace mirar hacia los lados y aceptar nuestro Getsemaní particular.